La Gran Guerra

8. Determinación

Mientras Dax Kuró y Sofia buscaban cómo salir del embrollo en el que se habían metido, Dax Xyiró se encuentra viajando por el continente aún, ya estaban por abandonar por el territorio insular del oeste. El sol abrasaba con fuerza en la arena que parecía quemar los ojos de solo verla.

–¿Hasta cuándo vamos a llegar? –se preguntaba Dax Xyiró mientras el sudor corría por su cara.

El príncipe intentó cerrar sus ojos mientras el carro continuaba, hasta que sintió que el carro comenzaba a desviarse del camino, ese había Sido un acontecimiento extraño que él no pensaba dejar pasar por alto.

–¿Por qué nos estamos desviando? –dijo mientras se acercaba a su conductor.

–Parece haber una pelea en medio del camino, señor, es mejor pasar de largo por su seguridad –respondió.

–¿Una pelea? Déjame ver un poco de ella –dijo sentándose al lado de la puerta.

Su conductor acató las órdenes y Dax Xyiró se asomó a través de la arena la pelea, al lado de unas dunas lejanas, se podía ver grandes llamaradas lanzadas en medio del desierto.

–Parece una pelea callejera, señor –dijo el conductor mientras dirigía la vista hacia allá también.

–No, una pelea callejera no se daría en medio del desierto y mucho menos con tanta intensidad, quien sea de los muchos que están atacando, está atacando a muerte –comenzó a caminar el príncipe hacia el lugar.

Cuando el príncipe finalmente se acercó lo suficiente pudo ver como un hombre de cabello blanco y piel morena estaba luchando contra tres hombres, sin embargo, un niño había en medio del campo de batalla.

–Ya ĺināiba rantuya! –uno de los hombres le gritó que se rindiese de una vez al que estaba en el centro mientras atacaba con una ráfaga menor de fuego.

El hombre al que atacan la esquivó con suma facilidad y después comenzó a contraatacar también.

–Kætralnien væńæm! –de sus manos emitió un torbellino ígneo que hizo retroceder a todos los hombres.

–Es bueno… –dijo Dax Xyiró mientras lo observaba.

Xyiró comenzó a caminar hacia el encuentro con tranquilidad, los hombres se percataron y voltearon con curiosidad ante su interrupción. Los murmullos comenzaron a hacerse presentes ante su forma de vestir tan llamativa.

–¿Qué es lo que sucede aquí? –finalmente se pronunció el príncipe.

–Ese niño fue encontrado robando en más de una ocasión, según la tradición, debemos dejarlo durante cinco horas bajo el sol como reprimenda –respondió uno de los hombres.

–Pero ese hombre se opone… Ha comenzado a lanzarnos ataques sin parar, aunque lo que hagamos sea de acuerdo a la ley.

Xyiró volteó hacia el niño, se le quedó mirando fijamente y aunque encontraba algo raro en él, su cara podía reflejar un miedo sin igual.

–Antes de eso, sus padres deberían encargarse de disciplinarlo –añadió Xyiró.

–Es huérfano, solo le queda su hermano… que es el que está en medio… –respondió el mismo hombre.

–Ah, ya veo… –dijo Xyiró mirando al hermano del niño, se veía listo para atacar, sin importar quien se acercase.

–Se ve algo mayor, ¿cuántos años tienes, joven? –le preguntó el príncipe.

–Diez años –respondió secamente.

–Mm… Esa me parece una edad suficiente para que te hagas cargo de ella. Dejadlos ir y vos encárgate de que no se repita de nuevo, no siempre estarás para protegerlo –declaró el príncipe con firmeza.

–¿Y quién nos asegura que realmente lo hará? –preguntó uno de los hombres.

–Oiga, ¿y quién me pagará mi jarrón? Ese niño lo rompió mientras lo perseguía para recuperarlo –dijo otro.

Las quejas de los hombres comenzaron a elevarse como las burbujas de un refresco, era claro que los hombres buscaban justicia y no se quedarían conformes con eso esta vez.

–Silencio. Yo cubriré el costo de ese jarrón, ahora dejad que estos dos sean liberes de inmediato.

Xyiró sacó una moneda de oro de sus bolsillos y se la aventó a los dos hombres que habían sido afectados económicamente, los hombres la atraparon por un poco y, sin mediar más disputa, comenzaron a caminar hacia la ciudad, permitiendo que el hermano mayor alzara al pequeño. El niño, tembloroso, se aferró a su hermano mientras las llamas iban esfumándose de alrededor. Dax Xyiró se acercó al hombre de cabellos gris blanquecino.

–¿Cómo te llamas y por qué intervienes en este juicio? –inquirió el joven.

–Mi nombre es Dax Xyiró, soy hijo del emperador Fu. ¿Cómo os llamáis vosotros?

–Yo… –el joven se quedó en silencio mientras los nervios aparecían en su cuerpo –…soy Xyûmaṡkyi y… él es mi hermano Cenica.

El príncipe asintió, midiendo el temple de aquel hombre tan dispuesto a enfrentarse a varios a la vez, después, clavó sus ojos en Cenica y después se dio la vuelta

–Venid conmigo –ordenó el príncipe.

Ambos jóvenes acompañaron al príncipe y ya en la sombra del carro continuaron la conversación.

–¿Qué te empujó a robar?

El niño alzó la vista, los labios entreabiertos por el miedo y la vergüenza.

–Se veía bonito y… yo solo lo tomé –murmuró.

–Él siempre ha sido así, lo he hecho comer hierba del burro para remediarlo, pero tampoco ha funcionado.

A Xyiró se le salió una sonrisa del rostro mientras oía.

–A mí también me la dieron de niño, solía enojarme con mucha facilidad y decían que la hierba del burro curaba a los niños. No creo que jamás haya hecho nada, solo creo que comencé a controlarme con tal de que ya no me la siguiesen dando –relató y después miró al horizonte: las dunas parecían deslizarse, presagio de tormenta de arena. –Vayamos a la ciudad, este lugar se volverá peligroso si no nos apresuramos.

El rugido del viento envolvió el carro mientras comenzaba a arrancar y los caballos galopaban sobre la arena ardiente.

–¿No sentiste miedo al enfrentarte a tres hombres, Xyûmaṡkyi? –preguntó Dax mientras observaba por una ventana del carro como las dunas se convertían en olas.

El joven levantó el rostro y, mientras también dirigió su mirada a las dunas, soltó un suspiro mientras buscaba las palabras adecuadas.




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