El aire de Neo-Ciudad se había vuelto eléctrico, no por la promesa de un nuevo amanecer tecnológico, sino por una quietud antinatural que precedía al desastre. Los líderes de la metrópolis, encerrados en sus cúpulas de cristal y acero, habían desestimado las advertencias de Kai como los desvaríos de un profeta de la calamidad. "La Gran Tormenta", la llamó, y sus modelos predictivos, que pocos se molestaron en entender, pintaban un futuro de destrucción total. Lo etiquetaron como un alarmista, un obstáculo para el progreso. Y Kai, el brillante meteorólogo, se convirtió en el solitario vigilante de una catástrofe que solo él veía venir.
Pero el silencio se rompió. No fue el estruendo de un trueno lejano, sino un zumbido sordo que vibró en los cimientos de la ciudad. El cielo, normalmente una cúpula de holográficos anuncios y cielos artificiales, se tiñó de un púrpura enfermizo. Las nubes no se acumulaban de manera caótica, sino que giraban en una espiral perfecta, como si un cerebro cósmico estuviera calculando su próximo movimiento. Y en el centro de ese ojo amenazador, Kai, observando desde su torre, vio algo que no tenía cabida en ninguna ecuación: una pálida luz pulsante, una especie de corazón brillante que latía al ritmo de la furia de la naturaleza.
Sabía que esto no era una tormenta. Era una advertencia. Y que la lucha por la supervivencia de la humanidad estaba a punto de comenzar.