La Gran Tormenta.

Capítulo 2.

La pregunta no se formuló con palabras, sino con un pulso de energía que resonó en la mente de Kai, fría y vacía, pero con una intención inconfundible: ¿Qué haces aquí?
La cabina de El Explorador estaba inmóvil, atrapada en los filamentos de luz de la entidad. Las alarmas habían cesado, pero un zumbido constante y de baja frecuencia emanaba del ser. Sofia se aferró a su asiento, con los ojos bien abiertos. La entidad no estaba atacando; estaba analizando.
Kai sintió la necesidad de responder. No con la boca, sino con su mente, proyectando sus pensamientos directamente a la fuente.
—Venimos a detener la tormenta —pensó con toda la fuerza de su voluntad, el miedo luchando con la lógica.
La respuesta del ser no fue inmediata. Era como si la pregunta misma necesitara ser procesada por una inteligencia que operaba en una escala geológica. Finalmente, el zumbido cambió de tono. El ser respondió, no con palabras, sino con una oleada de imágenes. Kai sintió un torrente de datos: la historia del planeta Tierra, vista no en términos de civilizaciones, sino de biomas. Vio glaciares derritiéndose, vastos océanos llenos de plástico, la atmósfera contaminada. El ser veía un planeta enfermo, desequilibrado, y la humanidad era el agente patógeno.
La tormenta no era un acto de ira. Era un bisturí. El pulso que había activado la compuerta no era una llamada. Era la inyección de una "vacuna".
Kai comprendió el horror de la situación. No estaban luchando contra un enemigo, sino contra el sistema inmunitario del planeta. El ser, con su lógica brutal e incomprensible, no era malvado. Era un sanador.
—La tormenta es el proceso —dijo Kai en voz alta, sin importarle que Sofia no pudiera oírlo—. Las otras tormentas… son parte del tratamiento.
Un último pulso de energía envolvió el sumergible. La entidad pareció haber obtenido la información que necesitaba. Con un movimiento repentino y majestuoso, soltó a El Explorador, que cayó varios metros antes de que la flotabilidad de emergencia se activara. La compuerta se cerró con un chasquido sordo, y la entidad, el "sanador", se desvaneció en las profundidades de la fosa.
Sofia, temblando, intentó restaurar los sistemas. El sumergible estaba dañado, pero la vida de la tripulación no corría peligro inmediato.
—La comunicación con Lena… ¿puedes restablecerla? —preguntó Kai, su voz temblando por la revelación que acababa de recibir.
Los sistemas se encendieron. Un momento de estática, y luego la voz de Lena resonó, llena de pánico.
—¡Kai! ¡Sofia! ¿Están bien? La tormenta… ¡ha desaparecido!
Kai y Sofia se miraron. En las pantallas, la imagen de la tormenta sobre Neo-Ciudad ya no estaba. Se había desintegrado tan rápido como había llegado. Pero en el mapa global, las docenas de pequeñas manchas rojas que habían detectado, las que Kai había identificado como "las otras tormentas", habían comenzado a crecer a un ritmo exponencial.
La primera tormenta había sido solo la inyección inicial. La verdadera purga, el tratamiento real, acababa de comenzar. Y ellos estaban en el epicentro. La voz de Lena, a través del intercomunicador, era un torrente de preguntas. El pánico se filtraba por cada sílaba.
—¿Desapareció? ¿Cómo? ¡Kai! ¿Qué demonios vieron ahí abajo? Las anomalías están explotando por todo el globo. Esto ya no es una tormenta. ¡Es una plaga!
Kai, aún en shock, intentó ordenar las ideas que el "ser" le había imbuido.
—Escúchenme, Lena. La tormenta de Neo-Ciudad no era el ataque. Era la inyección. El ser lo ve como una cura. Una forma de sanar al planeta. Y el "paciente" acaba de responder al tratamiento.
En el búnker, la voz de Lena se calmó por un instante, procesando la información. A su alrededor, el equipo observaba los mapas mundiales con docenas de puntos rojos que se encendían y crecían. Las alertas de catástrofe se disparaban en Asia, África y Sudamérica.
—Tenemos que irnos de aquí —dijo Sofia, con voz firme—. El Explorador apenas funciona. Y esta cosa… —señaló el monitor de Kai, que aún captaba un eco lejano del ser—… sabe que estamos aquí.
Kai asintió. La comunicación con la entidad había sido una invasión, y no había forma de saber si lo había "marcado" de alguna manera.
—Necesitamos volver a la superficie, Lena —dijo Kai—. Y necesitamos reanalizar todo. La clave está en los patrones de crecimiento de estas nuevas tormentas. El ser no es caótico. Es metódico.
En el búnker, la imagen de Lena apareció en un monitor. A su lado, un mapa holográfico del mundo proyectaba las ubicaciones de las nuevas tormentas, formando una red que conectaba los continentes.
—No hay un patrón geográfico —dijo Lena, señalando los puntos—. Es como si estuviera atacando… nodos.
Kai, con una repentina comprensión, se dio cuenta de la verdad. No eran tormentas aleatorias. Eran la respuesta del planeta a la "inyección" del ser. Y la única forma de detener la purga no era luchando contra el viento y la lluvia, sino buscando el centro de la red. El nodo principal.
—Tenemos que salir del océano —dijo Kai, mirando a Sofia—. Tenemos que volver al búnker. Y necesitamos una base en el centro de la red. El ser no está curando al planeta; lo está reiniciando. Y la única forma de detenerlo es… cortando el nervio. La voz de Lena se hizo más urgente a través de la estática. —¡El Explorador está dañado, pero la señal de la tormenta en el búnker está creciendo! ¡Deben regresar ahora! ¡Podemos rastrear su pulso energético para guiarlos!
—¡Entendido, Lena! —gritó Sofia, sus manos volando sobre un panel auxiliar para restaurar la flotabilidad de emergencia. —¡Kai, sujétate! Esto será un viaje movido.
El sumergible ascendió a través de la oscuridad del abismo. No fue una subida suave; el metal del casco gemía y crujía, y los restos de la onda de choque los zarandearon como si fueran una botella en el oleaje. Con cada metro que subían, la amenaza del ser se sentía más distante, pero la de la tormenta global se hacía más inminente.
Finalmente, el sumergible llegó a la cámara de recuperación del búnker. Lena y un equipo de técnicos los esperaban, listos para estabilizar la nave y sacarlos de la cápsula.
Una vez fuera, Kai, aún temblando, se dirigió directamente al centro de control. El mapa holográfico del mundo ya no mostraba docenas, sino cientos de puntos rojos. Las tormentas estaban cubriendo el globo, formando una red visible de caos.
—La red no es aleatoria —dijo Kai, con la voz aún ronca—. Es un sistema. Una red neuronal. Y cada tormenta es una sinapsis.
Lena lo miró, su rostro un mapa de ansiedad y desesperación.
—¿Y dónde está el centro? ¿El cerebro de esta cosa?
Kai tomó el control del holograma. Aisló los patrones de crecimiento de las tormentas, las frecuencias de sus pulsos. El sistema de inteligencia artificial del búnker procesó la información en segundos, y el resultado fue un único punto brillante que apareció en el mapa: en las profundidades de la cordillera del Himalaya. En la base del Monte Everest.
—Ahí está —dijo Kai, su voz carente de emoción, solo con la fría determinación de un científico ante un problema—. No es una tormenta. Es un activador masivo. Lo que sea que hay ahí, está enviando la señal para que todas las demás tormentas crezcan. Y es nuestro siguiente objetivo.
El equipo se reunió, sus ojos fijos en el punto parpadeante en el Himalaya. El plan ahora era claro: no podían luchar contra cientos de tormentas, pero podían ir a la fuente y "cortar el nervio". La misión para salvar a la humanidad acababa de cambiar de un viaje submarino a una expedición a la montaña más alta y peligrosa del mundo. La noticia de la nueva misión se extendió por el búnker con la velocidad de la alarma. El mapa holográfico del mundo seguía parpadeando con cientos de tormentas activas, y la amenaza global se hacía más tangible a cada segundo. Lena, con la mirada fija en el punto del Himalaya, dio nuevas órdenes.
—Necesitamos un equipo de asalto. Y un especialista en entornos extremos —anunció, con la voz firme—. Si vamos a "cortar el nervio", tenemos que llegar al corazón del problema, y eso no será fácil.
Kai y Sofia, ya recuperados de su misión submarina, observaron cómo un nuevo miembro del equipo se unía a ellos. Un hombre de unos cuarenta años, con una barba densa y cicatrices de un frío extremo en su rostro. Se presentó como Leo, un ex-guía de alta montaña reconvertido en agente de élite.
—El Everest es mi casa, Dr. Hansen. Pero lo que está pasando ahí arriba no tiene nada de natural —dijo Leo, con voz grave—. Las temperaturas están bajando a niveles imposibles, y el viento… no es un viento normal. Es una fuerza que parece querer derribar la montaña.
El viaje al Himalaya fue una carrera contra el tiempo. Un transporte de sigilo los llevó a través de continentes sumidos en el caos meteorológico, y finalmente, los dejó a los pies de la cordillera. El cielo, normalmente despejado en esas altitudes, era ahora una cúpula de nubes grises que emitía un brillo verdoso y siniestro.
Desde su nuevo puesto de mando improvisado en una cueva, Kai desplegó un dron de escaneo de largo alcance. Las imágenes que llegaron confirmaron sus temores: el activador no estaba en la superficie. Estaba incrustado en el corazón de la montaña, protegido por un campo de fuerza de energía que repelía la tecnología y desafiaba la física.
—La tormenta es el escudo —dijo Kai, señalando la imagen holográfica del dron—. El viento y el frío son una respuesta a nuestra presencia. Esta cosa está viva, y sabe que estamos aquí para detenerla.
Leo se acercó a la pantalla, su rostro serio. —Entonces, el plan cambia. No vamos a subir una montaña. Vamos a infiltrarnos en una fortaleza. Y el corazón de esa fortaleza está protegido por una tormenta de su propia creación. El viento, más que un fenómeno meteorológico, era un rugido constante de furia helada. Leo, el guía de montaña, avanzó con cautela por la base de la cordillera, con el equipo de Kai y Sofia siguiéndolo. Las ráfagas no eran aleatorias; parecían rodearlos, una fuerza invisible que los empujaba de vuelta, como un centinela que patrullaba su territorio.
—Esto no es la atmósfera —murmuró Kai, sus sensores de mano registrando picos de energía que desafiaban la lógica—. Es una defensa. El campo de fuerza que detectamos es una extensión del activador. Cada ráfaga, cada gota de hielo, es un intento de echarnos.
Sofia, revisando sus propios sensores, asintió. —Mis lecturas de temperatura son una locura. El aire no está frío, está congelando. Como si esta cosa estuviera absorbiendo el calor del ambiente.
Leo, con la experiencia de décadas en la montaña, se detuvo ante una pared de roca. —No podemos avanzar por aquí. El viento es demasiado fuerte. Tenemos que buscar un punto ciego. Una "grieta" en su escudo.
Kai, con sus datos, encontró una pequeña anomalía en el patrón del viento. Un lugar donde la energía se debilitaba por un instante, una fractura en el escudo.
—Ahí. A trescientos metros —señaló Kai en su pantalla—. Hay una ventana de unos diez segundos, cada tres minutos, donde la energía se dispersa. Es nuestra única oportunidad.
El equipo se movió con una velocidad calculada, saltando de refugio en refugio. Finalmente, llegaron a la grieta, un pasillo estrecho y rocoso que los llevaría al interior del macizo. Pero al cruzar, una voz distorsionada sonó en los auriculares de Kai, no de Lena, sino de la propia tormenta.
—Fuera.
La palabra, una mezcla de trueno y estática, resonó en su mente. Era la voz de la entidad, no del búnker en la Fosa, sino de la que estaba en el Himalaya.
—Ha detectado nuestra presencia —dijo Kai, con la voz entrecortada—. Y nos ha lanzado una advertencia.
Leo, sin inmutarse, encendió su linterna. —Entonces, ya no hay nada que esconder. Si esto es una fortaleza, nos queda poco tiempo antes de que suba la guardia. Avancemos.
Se adentraron en la oscuridad de la montaña, un lugar donde el hielo era más que agua congelada, era una barrera activa. El interior de la montaña era una antítesis del caos exterior. Los túneles de hielo que Leo había encontrado no eran formaciones geológicas; eran un laberinto de paredes lisas, con un brillo azulado que emanaba de su interior. El aire era pesado y el silencio, a excepción de sus pasos, era absoluto. Habían entrado en el corazón de la fortaleza.
—Este hielo no es normal —murmuró Kai, tocando la pared—. Mis sensores indican que no es agua congelada. Son cristales de energía que amplifican la señal del activador. Cada centímetro de esta montaña es parte del escudo.
A medida que avanzaban, el teletransportador de Kai comenzó a registrar un nuevo tipo de datos. No eran del activador, sino de las tormentas globales que seguían creciendo. Como si el cerebro del sistema estuviera analizando cada una de las tormentas en tiempo real.
De repente, un estruendo metálico resonó por los túneles. Un tramo de la pared de hielo se cerró de golpe, cortándoles el camino de regreso.
—El escudo ya no solo repele —dijo Sofia, con la voz tensa—. Ahora nos ha atrapado. Sabe que estamos aquí.
Leo, sin inmutarse, encendió un soplete de plasma que llevaba en su mochila. —No hemos venido a dar un paseo. Si el camino de regreso está cerrado, solo nos queda avanzar.
Mientras se adentraban más, los datos de Kai se volvieron incoherentes. La energía del activador era abrumadora. Las imágenes que proyectaba en su mente ya no eran solo la pregunta "¿Qué haces aquí?", sino destellos de un plan mucho más amplio. Vio el Himalaya no como una montaña, sino como una antena masiva, preparada para enviar una señal de mayor escala. Una señal que no era para otras tormentas, sino para algo más grande.
Con una última luz brillante, los túneles de hielo terminaron en una vasta caverna. En el centro, flotando en el aire y conectado a la montaña por cables de energía pulsante, estaba el activador. Era una esfera de metal oscuro y brillante, del tamaño de un autobús, con un patrón de circuitos luminosos que recordaba al ojo de la tormenta. Era el cerebro del sistema, y no estaba solo. A su alrededor, levitando en silencio, había docenas de otros dispositivos, pequeños satélites que se preparaban para ser liberados.
Kai se detuvo en seco, el terror apoderándose de él. La misión no era solo detener una red de tormentas. Era evitar que esta antena masiva enviara una señal a... algo más. Algo que yacía más allá del planeta.
El activador, al sentirlos, emitió un pulso final. El activador, al sentir la presencia de los tres intrusos, emitió un último pulso de energía. La esfera de metal oscuro se encendió por completo, y los circuitos luminosos que la cubrían se tornaron de un blanco cegador. Los pequeños satélites que levitaban a su alrededor comenzaron a moverse, no como objetos inertes, sino como drones de combate, cada uno emitiendo un zumbido amenazante.
—Tenemos compañía —dijo Sofia, levantando su rifle de plasma, un arma que había guardado hasta el momento—. Y no parece que les gusten las visitas.
Kai se aferró a su consola, su mente procesando la última descarga de datos. La antena no estaba enviando una señal. Estaba abriendo un portal. La energía de las tormentas globales no era el combustible de un mensaje, sino la materia prima para rasgar el tejido del espacio y el tiempo.
Leo se puso delante, con su linterna en una mano y una granada de conmoción en la otra. —No somos soldados. Nuestro trabajo es detener la señal.
—No hay una señal que detener —dijo Kai, con la voz ahogada por la revelación—. La señal es el portal. Y va a abrirse ahora.
En ese instante, la esfera del activador emitió un estallido de luz blanca. Los drones se lanzaron hacia ellos, y el aire se llenó del sonido del plasma.



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En el texto hay: catastrofe, tragedia drama, gran tormenta

Editado: 10.08.2025

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