Bajo las cumbres nevadas que acarician un limpio firmamento, emerge la majestuosa figura de un ave en medio de la densa nubosidad que las rodea. Es una criatura inmensa, con alas tan extensas que parecen los brazos extendidos de un gigante; al batirlas, desgarra las nubes y las esparce en remolinos que se pierden en el blanco horizonte.
A pesar de su gigantesco tamaño, imposible para cualquier otra ave, las formas de sus garras y pico delatan su verdadera identidad. Es un águila. Es Londrinel, pecho de plata, mensajero de las águilas gigantes, quien regresa de una misión.
Sobrevolando glaciares y montañas nevadas, Londrinel continúa su vuelo sobre un mar nuboso de blancura y quietud. Avanzando en línea recta, divisa a lo lejos unas cumbres rocosas azuladas y purpúreas que sobresalen como castillos flotando en el cielo. Es entonces cuando Londrinel cambia su vuelo; su batir de alas se hace más pausado y se eleva aún más sobre las nubes, marcando su figura en un perfecto cielo azul.
En pocos minutos, Londrinel detiene su ascenso y se precipita en picada hacia las cumbres a las que pocos mortales han alcanzado. Estas formaciones rocosas únicas en el mundo son conocidas como los picos de las cordilleras amatistas, el hogar de las águilas gigantes y, por supuesto, el de Londrinel.
Sin prestar atención a la mirada de sus hermanos águilas que lo observan desde las colosales torres de granito, Londrinel continúa su descenso hacia la base de la más grande de las torres, extendiendo sus enormes alas para contener el aire a su alrededor. Va amortiguando su caída hasta finalmente aterrizar en una gran bahía rocosa a los pies de la gran torre.
Londrinel termina su vuelo y es recibido por otras águilas semejantes a él, manteniendo una distancia respetuosa y siendo observado por las agudas miradas de los guardias. Tras un breve examen, le abren el paso y Londrinel continúa su camino dando saltos sobre los peldaños de la larga escalinata en espiral que rodea la gran torre de granito.
Con prisa, Londrinel sigue su ruta sin volar. Una conducta impropia de aquellas poderosas aves que gobiernan los cielos. No obstante, Londrinel no se siente avergonzado de caminar; al contrario, con cada paso que da, el respeto que siente por ese lugar se incrementa. Esta gran torre es sagrada para todas las águilas, un lugar al que solo "uno" de todos ellos puede alcanzar volando. Es a esta gran águila a la que Londrinel busca presentarse.
Finalmente, los peldaños de la escalinata terminan y un gran espacio se abre ante él. Es la cima de las cimas, la cúspide más alta en toda la cordillera amatista, el punto más elevado en todo el continente. El suelo es blanco como la nieve, sin adornos ni rocas que sirvan como asientos. Todo es perfectamente plano, como si una espada hubiera cortado la roca misma. Este es el techo celestial, el "nido blanco", el trono del gobernante de esas cumbres.
Frente a la afilada mirada de Londrinel, se encuentra el rey de las águilas. Ahí está Thargodal. Apenas notando su imponente silueta, Londrinel avanza apresurado hacia su rey y agacha la cabeza hasta tocar el suelo con su pico, mostrando su respeto ante su gobernante.
Sin embargo, Thargodal, que se encontraba de espaldas mirando el horizonte, no se voltea a verle. Solo un silbido ajeno al viento susurra como respuesta. Londrinel entiende esta señal y de inmediato le da el reporte de su misión. En un lenguaje inentendible para cualquier otra criatura que no sea un águila, Londrinel informa a su rey todo lo que ha visto en su viaje. Ha sobrevolado valles y playas, ciudades y pueblos, ríos y desiertos. Ha volado por todo el continente y sin embargo no ha encontrado aquello que su rey le pidió hallar.
No hay rastro alguno de oscuridad en la tierra. Por supuesto, hay individuos que causan conflictos y criaturas innombrables que rondan por los bosques inexplorados, pero ninguna de estas presencias es desconocida para las águilas; ellas lo ven todo. Siempre vigilantes, las águilas son los guardianes de la paz en el continente.
El rey Thargodal sabe esto, pues es su voluntad. Entonces, Londrinel se pregunta: ¿Por qué su rey le pidió algo como esto? Siendo Thargodal el más excepcional entre los suyos, cuya vista es tan profunda que puede atravesar nubes y rocas. Tanto que incluso se dice que es capaz de ver el futuro. El mismo rey, desde su trono blanco, debería ser capaz de verlo todo. Pero ante las dudas de Londrinel, no hay respuesta. Su rey guarda silencio.
Thargodal no tiene su atención puesta sobre su súbdito sino en el horizonte lejano. Un temor crece en su corazón. Nacido en un sueño recurrente, una visión oscura perturba la paz del monarca. Thargodal, que ha vivido más que ninguno de sus súbditos, presiente la oscuridad que se acerca, percibe el peligro, pero oculta en sombras no es capaz de ver la imagen completa de la amenaza.
Los días pasan y la visión lejana va tomando una forma cada vez más inquietante, más nítida. Thargodal siente que se le está acabando el tiempo. El mediodía del día más largo había llegado, y era hoy. La imagen estaba casi completa. Sin embargo, a pesar de la exhaustiva vigilancia de Thargodal, ninguna señal de peligro se había manifestado en la tierra. Temía lo peor: que el desastre que estaba por ocurrir fuera inevitable.
Thargodal amaba la paz, amaba la paz de su gente más que nada. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para protegerlos. Sin embargo, no podía alarmar a sus súbditos sin motivos. El miedo no debía gobernar a su pueblo, sino el orden. Así, mientras Thargodal mantenía su espalda hacia Londrinel, estas deliberaciones tenían lugar en su interior.
Repentinamente, sucedió algo inesperado. En respuesta a los pensamientos del rey, un llamado recorrió el cielo. Se extendió como un relámpago y fue escuchado por todas las águilas. Provenía desde la lejana superficie y ascendía hasta alcanzar el trono blanco de Thargodal. Londrinel lo escuchó y levantó la cabeza, confundido. El rey Thargodal también lo escuchó y de inmediato fijó su mirada en la dirección del origen de aquel llamado. La mirada del rey atravesó las nubes, montañas y más obstáculos materiales, vagando por el continente hasta llegar a la lejana tierra gobernada por los ponis. Allí, observó a la pequeña criatura que estaba haciendo el llamado, contempló lo que había sucedido, estaba sucediendo y podría suceder en ese lugar. Entonces, Thargodal supo lo que debía hacer a continuación.