La grieta

1

En diversos lugares de Noruega, uno podía encontrarse con preciosas montañas que la mayor parte del año estaban cubiertas de nieve, y el trabajo de exploración no escaseaba en ningún momento, y si eras lo suficientemente bueno podías hacerlo de manera independiente y vender tus encuentros a museos, escuelas, centros de investigación; podías hacer de ello un gran negocio. Cosa que no había pasado por desapercibido por Michelle P., Oliver D., y William Wade, amigos desde la infancia que compartían el gusto por la exploración, la escala de montañas y todo aquello que implicara aventurarse en una gran aventura a alturas o profundidades. Y no era para menos, habían invertido gran parte de la fortuna que hayan podido ganar durante lo largo de su vida, contaban ya con equipo de profesionales que hasta ahora en ningún momento había fallado —sí, habían tenido alguna que otra accidente que ameritara enyesar un brazo o una pierna, pero jamás había ocasionado algo fatal—. Y justo estaban alistándose para simplemente salir a buscar algo que fuera merecedor de aventurarse a escavar, picar o escalar para buscar cosas que pudiesen ser vendidas.  
 Sin hablar de las cosas extrañas que en ocasiones recolectaba Oliver, quien quería ser un escritor y narrar en sus libros todo tipo de aventuras que tuvieran que ver con su amado trabajo. Michelle por su parte desde niña había soñado con ser maestra —cosa que ya veía más difícil de cumplir—, pero la excursión —trabajo que a sus padres no terminaba de convencerles— también le apasionaba tanto como a Oliver y William. Así que la idea de dar clases de física se iban desvaneciendo con los años. William Wade era un chico que siempre se había inclinado por las aventuras desde que era un niño, iniciando por adentrarse en los bosques que en primavera se llenaban de arrendajos hermosos que siempre hacían vuelos en grupos. Tenía un muro de su cuarto lleno de fotografías polaroid sacadas en diversos momentos de su vida, momentos en los que en su mayoría había compartido con Michelle y Oliver. 
 —Abrigaros bien que está pronosticada una lluvia de granizo para la noche, puede que tengamos que regresar incluso antes de las 7.30 —decía Oliver, abriendo la puerta de la casa donde vivían, para encaminarse a las montañas llenas de nieve donde usualmente también disfrutaban de cruzar con mucho cuidado el río congelado. 
 —¿linternas, pico, soga; llevamos todo? —Preguntó Michelle. 
 —Sí. He echado todo ya al equipaje de los tres —respondió William. 
 —Venga entonces, chicos —y se abrió camino Michelle. 
 Comenzaron a caminar recién a la 2.30 de la tarde, con la luz del sol tenue y despidiéndose de los vecinos amigables de la ciudad que siempre les daban sus bendiciones. 
 Cuando entraron a la zona con nieve lograron ver una nube oscura avecinándose, anunciando la lluvia para dentro de un rato. 
 —A las 6.30 tenemos que estar regresando de nuevo —dijo Oliver. 
 —¿Te da miedo una lluvia? —Dijo en burla Michelle. 
 —No quiero que la lluvia nos estropeé la orientación y haga difícil el regresar. 
 —Eso no tiene sentido. Ya hemos regresado de distintos lugares con lluvia. 
 —La última vez tardamos dos horas en poder salir de las dunas de nieve. 
 —Con cuidado, chicos. El hielo no luce muy sólido esta vez —interrumpió William acertando: efectivamente en esta ocasión el hielo tenía una apariencia más transparente, pero aún así les soportaría con las botas de explorar y no las de escalar que tenían puntas afiladas en la suela. 
 Y comenzaron a cruzar agarrados de la mano unos del otro por si alguno era jalado por la ruptura del hielo pudiera ser rescatado por los otros dos, así también evitaban el dispersarse unos de otros en caso de accidentes. 
 —¿Trajimos la soga automática? 
 —No la eché —decía William—. Oliver dijo que regresaríamos rápido, así que no tenía sentido ir cargando con ella. 
 —Aún podemos marcar en el mapa las locaciones con lugares donde posiblemente valga la pena explorar —añadió Oliver.  
 El viento soplaba y el cabello de los tres se revoloteaba, suerte era que el cabello de William iba echo una coleta, un cabello largo, lacio y rubio que se había dejado crecer durante un año completo asegurando que aquello le “brindaría más calor en la cabeza”, cosa de la que se burlaban Michelle y Oliver cuando se tomaban en la noche una cerveza para estar viendo en la televisión las peleas de boxeo profesional. 
 Michelle casi siempre hacía una trenza de su cabello finamente sedoso, de color negro y ondulado que tenía un gran volumen, mientras Oliver tenía el cabello corto, rubio y lacio; siendo los tres delgados y altos, el “cuerpo ideal para dedicarte a la exploración” según ellos. Basándose en lo complicado que se volvía cargar tu peso si eras demasiado gordo, pero tampoco tenías que ser un enclenque, sino era aún más difícil.  
 Cruzaron el mar congelado y las dunas, siguieron caminando por pequeñas montañas cubiertas de nieve en las que no podía verse más que simples caminos blancos en los que iban marcando sus huellas, y unos treinta pies más adelante encontraron algo que jamás habían visto a pesar de que creían haber pasado con anterioridad por ahí. Era una grieta en el suelo que a simple vista no parecía grande, pero usando instrumentos de visión, notabas que por dentro era una enorme mina que parecía tener una gran diversidad de cosas a las que podían sacar provecho. 
 —Dimos con el tumor, doctor —dijo Oliver. 
 —¿Qué? —Preguntó Michelle.   
 —Es como decir “¡bingo!”  
 —Nadie usa esa expresión, Oliver. 
 William soltaba una risa de pecho. 
 —Te mostraré que la usa alguien importante. 
 —“dimos con el tumor, doctor” —repitió con los ojos entrecerrados y en un tono de burla y sarcasmo.  
 —Chicos, miren aquello —interrumpió William, señalando una luz lejana que se veía en una esquina. 
 —Sin duda alguna necesitaremos la cuerda automática. —dijo Michelle viendo la profundidad. 
 —He comprado ya la cuerda grande que me habían encargado, seguro que es capaz de bajarte y aún sobrar —dijo Oliver a Michelle. 
 —¿Yo bajaré ahí? 
 —Lo veo viable, ¿no crees? 
 —Sí. Creo que sí. 
 —Márcalo en el mapa, y escribe las referencias, para mañana poder volver a venir. 
 —Creo que deberíamos regresar ya —agregó William, extendiendo la mano a la altura de su pecho. 
 Michelle hizo lo mismo. —Sí, creo que es hora —rectificando que comenzaba a caer una pringa de lluvia prematura a la tormenta de la noche. 
 Oliver después de anotar las coordenadas y escribir referencias, no pudo evitar tener un mal presentimiento sobre el lugar, pero guardó su comentario para cuando se encontraban ya a mitad de camino de regreso a casa. 
 —Chicos, ¿no os da un mal presentimiento de esa grieta? 
 —No —respondieron Michelle y William al mismo tiempo. 
 —No sé porqué tengo un mal presentimiento. 
 —¿Tienes miedo a que encontremos la ciudad del diablo de Petersfield allí abajo? —preguntó con burla William. 
 —No, no. Es solo un presentimiento. 
 —No te preocupes, todo va a estar bien. Hemos hecho esta antes ya en Chestnut Mountain y todo ha salido a la perfección, no tienes de qué preocuparte.  
 —Tienes razón… —dijo en un tono que no terminaba de convencer. 
 —¿Sabes de qué me muero de ganas? De comer un buen pescado con una cerveza y ver la televisión, quizá una película de Christopher Nolan, ¿qué tal “Origen”? 
  —Ay, dios. Esa ya le hemos visto mil veces —alegó Michelle. 
 —Una mil-una no estaría mal. 
 —Estás loco. No la veremos de nuevo. 
 —Ya veremos —dijo mientras comenzaba a caminar con más prisa por las gotas de lluvia que cada vez se oían con más fuerza. 
 Al cruzar el río congelado lo hicieron de prisa y agarrados de la mano, aún teniendo cuidado, pero no evitaron que en un momento diera la impresión de que iba a romperse, haciendo que todos se apretaran más fuerte unos a otros. En especial William a Michelle, quien sentía un secreto aprecio y atracción sentimental hacia ella. Sentimiento que buscaba ahogar y no comentar nada de ello, a pesar de que en ocasiones ella se acurrucaba de manera tierna con él. Ambos sabían que Oliver no tendría problema con ello (si es que llegaba a haber algo), él tenía ya una novia que vivía más pegada al centro de la ciudad. Leila, era el nombre de la chica, ojos azules y cabellos rubios. 
 Al llegar a casa, comenzaron a preparar el pescado mientras otro preparaba la mesa y el otro iba por la cerveza al centro de la ciudad, cerveza clara porque a gusto de ellos era la que mejor sabía con el pescado frito. Sazonaron el pescado con limón y una salsa que se hacía fama ella sola por picar bastante y más aún acompañada de limón (no sin dejar de ser sabrosa en ningún momento). 
 Y como era de esperarse, vieron Origen de Christopher Nolan por mil-una vez, acompañada de cigarros Marlboro y una cerveza tan fría que parecía muerta.  
 Aquella noche no fue la novedad que Oliver decidiera irse a su cuarto primero, era siempre el que caía dormido con mayor facilidad; dejando a Michelle y William solos en el mueble de media luna, en el que se acurrucó Michelle a él tapada con un cobertor gris en el que él también se metió, pero esa misma noche fue la primera vez en que ambos se quedaron totalmente dormidos casi abrazados, tapados por el cobertor y aún en el mueble. Amaneciendo y viéndose uno al otroEn diversos lugares de Noruega, uno podía encontrarse con preciosas montañas que la mayor parte del año estaban cubiertas de nieve, y el trabajo de exploración no escaseaba en ningún momento, y si eras lo suficientemente bueno podías hacerlo de manera independiente y vender tus encuentros a museos, escuelas, centros de investigación; podías hacer de ello un gran negocio. Cosa que no había pasado por desapercibido por Michelle P., Oliver D., y William Wade, amigos desde la infancia que compartían el gusto por la exploración, la escala de montañas y todo aquello que implicara aventurarse en una gran aventura a alturas o profundidades. Y no era para menos, habían invertido gran parte de la fortuna que hayan podido ganar durante lo largo de su vida, contaban ya con equipo de profesionales que hasta ahora en ningún momento había fallado —sí, habían tenido alguna que otra accidente que ameritara enyesar un brazo o una pierna, pero jamás había ocasionado algo fatal—. Y justo estaban alistándose para simplemente salir a buscar algo que fuera merecedor de aventurarse a escavar, picar o escalar para buscar cosas que pudiesen ser vendidas.  
Sin hablar de las cosas extrañas que en ocasiones recolectaba Oliver, quien quería ser un escritor y narrar en sus libros todo tipo de aventuras que tuvieran que ver con su amado trabajo. Michelle por su parte desde niña había soñado con ser maestra —cosa que ya veía más difícil de cumplir—, pero la excursión —trabajo que a sus padres no terminaba de convencerles— también le apasionaba tanto como a Oliver y William. Así que la idea de dar clases de física se iban desvaneciendo con los años. William Wade era un chico que siempre se había inclinado por las aventuras desde que era un niño, iniciando por adentrarse en los bosques que en primavera se llenaban de arrendajos hermosos que siempre hacían vuelos en grupos. Tenía un muro de su cuarto lleno de fotografías polaroid sacadas en diversos momentos de su vida, momentos en los que en su mayoría había compartido con Michelle y Oliver. 
—Abrigaros bien que está pronosticada una lluvia de granizo para la noche, puede que tengamos que regresar incluso antes de las 7.30 —decía Oliver, abriendo la puerta de la casa donde vivían, para encaminarse a las montañas llenas de nieve donde usualmente también disfrutaban de cruzar con mucho cuidado el río congelado. 
—¿linternas, pico, soga; llevamos todo? —Preguntó Michelle. 
—Sí. He echado todo ya al equipaje de los tres —respondió William. 
—Venga entonces, chicos —y se abrió camino Michelle. 
Comenzaron a caminar recién a la 2.30 de la tarde, con la luz del sol tenue y despidiéndose de los vecinos amigables de la ciudad que siempre les daban sus bendiciones. 
Cuando entraron a la zona con nieve lograron ver una nube oscura avecinándose, anunciando la lluvia para dentro de un rato. 
—A las 6.30 tenemos que estar regresando de nuevo —dijo Oliver. 
—¿Te da miedo una lluvia? —Dijo en burla Michelle. 
—No quiero que la lluvia nos estropeé la orientación y haga difícil el regresar. 
—Eso no tiene sentido. Ya hemos regresado de distintos lugares con lluvia. 
—La última vez tardamos dos horas en poder salir de las dunas de nieve. 
—Con cuidado, chicos. El hielo no luce muy sólido esta vez —interrumpió William acertando: efectivamente en esta ocasión el hielo tenía una apariencia más transparente, pero aún así les soportaría con las botas de explorar y no las de escalar que tenían puntas afiladas en la suela. 
Y comenzaron a cruzar agarrados de la mano unos del otro por si alguno era jalado por la ruptura del hielo pudiera ser rescatado por los otros dos, así también evitaban el dispersarse unos de otros en caso de accidentes. 
—¿Trajimos la soga automática? 
—No la eché —decía William—. Oliver dijo que regresaríamos rápido, así que no tenía sentido ir cargando con ella. 
—Aún podemos marcar en el mapa las locaciones con lugares donde posiblemente valga la pena explorar —añadió Oliver.  
El viento soplaba y el cabello de los tres se revoloteaba, suerte era que el cabello de William iba echo una coleta, un cabello largo, lacio y rubio que se había dejado crecer durante un año completo asegurando que aquello le “brindaría más calor en la cabeza”, cosa de la que se burlaban Michelle y Oliver cuando se tomaban en la noche una cerveza para estar viendo en la televisión las peleas de boxeo profesional. 
Michelle casi siempre hacía una trenza de su cabello finamente sedoso, de color negro y ondulado que tenía un gran volumen, mientras Oliver tenía el cabello corto, rubio y lacio; siendo los tres delgados y altos, el “cuerpo ideal para dedicarte a la exploración” según ellos. Basándose en lo complicado que se volvía cargar tu peso si eras demasiado gordo, pero tampoco tenías que ser un enclenque, sino era aún más difícil.  
Cruzaron el mar congelado y las dunas, siguieron caminando por pequeñas montañas cubiertas de nieve en las que no podía verse más que simples caminos blancos en los que iban marcando sus huellas, y unos treinta pies más adelante encontraron algo que jamás habían visto a pesar de que creían haber pasado con anterioridad por ahí. Era una grieta en el suelo que a simple vista no parecía grande, pero usando instrumentos de visión, notabas que por dentro era una enorme mina que parecía tener una gran diversidad de cosas a las que podían sacar provecho. 
—Dimos con el tumor, doctor —dijo Oliver. 
—¿Qué? —Preguntó Michelle.   
—Es como decir “¡bingo!”  
—Nadie usa esa expresión, Oliver. 
William soltaba una risa de pecho. 
—Te mostraré que la usa alguien importante. 
—“dimos con el tumor, doctor” —repitió con los ojos entrecerrados y en un tono de burla y sarcasmo.  
—Chicos, miren aquello —interrumpió William, señalando una luz lejana que se veía en una esquina. 
—Sin duda alguna necesitaremos la cuerda automática. —dijo Michelle viendo la profundidad. 
—He comprado ya la cuerda grande que me habían encargado, seguro que es capaz de bajarte y aún sobrar —dijo Oliver a Michelle. 
—¿Yo bajaré ahí? 
—Lo veo viable, ¿no crees? 
—Sí. Creo que sí. 
—Márcalo en el mapa, y escribe las referencias, para mañana poder volver a venir. 
—Creo que deberíamos regresar ya —agregó William, extendiendo la mano a la altura de su pecho. 
Michelle hizo lo mismo. —Sí, creo que es hora —rectificando que comenzaba a caer una pringa de lluvia prematura a la tormenta de la noche. 
Oliver después de anotar las coordenadas y escribir referencias, no pudo evitar tener un mal presentimiento sobre el lugar, pero guardó su comentario para cuando se encontraban ya a mitad de camino de regreso a casa. 
—Chicos, ¿no os da un mal presentimiento de esa grieta? 
—No —respondieron Michelle y William al mismo tiempo. 
—No sé porqué tengo un mal presentimiento. 
—¿Tienes miedo a que encontremos la ciudad del diablo de Petersfield allí abajo? —preguntó con burla William. 
—No, no. Es solo un presentimiento. 
—No te preocupes, todo va a estar bien. Hemos hecho esta antes ya en Chestnut Mountain y todo ha salido a la perfección, no tienes de qué preocuparte.  
—Tienes razón… —dijo en un tono que no terminaba de convencer. 
—¿Sabes de qué me muero de ganas? De comer un buen pescado con una cerveza y ver la televisión, quizá una película de Christopher Nolan, ¿qué tal “Origen”? 
 —Ay, dios. Esa ya le hemos visto mil veces —alegó Michelle. 
—Una mil-una no estaría mal. 
—Estás loco. No la veremos de nuevo. 
—Ya veremos —dijo mientras comenzaba a caminar con más prisa por las gotas de lluvia que cada vez se oían con más fuerza. 
Al cruzar el río congelado lo hicieron de prisa y agarrados de la mano, aún teniendo cuidado, pero no evitaron que en un momento diera la impresión de que iba a romperse, haciendo que todos se apretaran más fuerte unos a otros. En especial William a Michelle, quien sentía un secreto aprecio y atracción sentimental hacia ella. Sentimiento que buscaba ahogar y no comentar nada de ello, a pesar de que en ocasiones ella se acurrucaba de manera tierna con él. Ambos sabían que Oliver no tendría problema con ello (si es que llegaba a haber algo), él tenía ya una novia que vivía más pegada al centro de la ciudad. Leila, era el nombre de la chica, ojos azules y cabellos rubios. 
Al llegar a casa, comenzaron a preparar el pescado mientras otro preparaba la mesa y el otro iba por la cerveza al centro de la ciudad, cerveza clara porque a gusto de ellos era la que mejor sabía con el pescado frito. Sazonaron el pescado con limón y una salsa que se hacía fama ella sola por picar bastante y más aún acompañada de limón (no sin dejar de ser sabrosa en ningún momento). 
Y como era de esperarse, vieron Origen de Christopher Nolan por mil-una vez, acompañada de cigarros Marlboro y una cerveza tan fría que parecía muerta.  
Aquella noche no fue la novedad que Oliver decidiera irse a su cuarto primero, era siempre el que caía dormido con mayor facilidad; dejando a Michelle y William solos en el mueble de media luna, en el que se acurrucó Michelle a él tapada con un cobertor gris en el que él también se metió, pero esa misma noche fue la primera vez en que ambos se quedaron totalmente dormidos casi abrazados, tapados por el cobertor y aún en el mueble. Amaneciendo y viéndose uno al otro recién levantados y sonriendo sin decir una sola palabra. Como si ninguno de los dos quisiese mencionar el creciente amor que comenzaba a florecer entre ellos dos. Aquella idea de hacer todo a un ritmo lento no le disgustaba a ninguno de los dos, ya habían hablado ambos con anterioridad de que probablemente no tendrían hijos ninguno de los dos, o los tendrían ya a una edad más avanzada y muy, muy enamorados. No eran fanáticos de la idea de “esclavizarte a un diablillo”.



#27032 en Otros
#8321 en Relatos cortos
#2548 en Terror

En el texto hay: terror, nieve, exploracion

Editado: 31.07.2019

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.