La Grieta

El inicio

El polvo se había pegado a los muebles, el olor rancio hacía cosquillas en mi nariz, mientras la madera crujía bajo mis pies al pasear por la habitación.

Todo estaba igual que la última vez que la visité.

Me acerqué al sillón verde con flores rosas, favorito de mamá, junto a la ventana con una cortina alguna vez blanca que caía hacia un lado. Un destello azul me regresó la mirada en el polvoriento cristal.

Había decidido usar una camisa a cuadros azules, con una blusa blanca debajo para mantenerme fresca. Un pantalón de mezclilla bastante cómodo para el allanamiento, y mis zapatillas deportivas blancas, aunque algo desgastadas por el uso.

Recogí mi cabello en una coleta antes de continuar deambulando por el sitio.

Sobre la mesa del centro, una taza vacía era lo único que la decoraba. Fuera de la mugre y el polvo acumulado en todos esos meses, seguía tal cual la había dejado mi padre la última vez que estuvo aquí

Desde su desaparición no había tenido la oportunidad de entrar en el departamento que alguna vez fue mi hogar. Me traía malos recuerdos de cuando mi madre enfermó de cáncer de ovario, que no fue diagnosticado hasta que fue demasiado tarde.

Aún seguía grabado en mi mente su imagen, una mujer débil, con una pañoleta en la cabeza, donde antes tenía un cabello castaño sedoso como el mío. Una cánula nasal decoraba su rostro y la bata rosada que se volvió su ropa del diario a juego con unas pantuflas que le quedaban nadando en sus delgados pies. La piel morena que alguna vez tuvo, tan brillante y radiante, terminó por ser tan pálida como el papel.

Ahora, tenía que agregarle el último mensaje de voz que me dejó mi padre al desaparecer de manera extraña. Un recuerdo más a mi tortuoso pasado.

Estaba molesta con sus ideas extrañas sobre conspiraciones, viajes entre mundos y demás.

Tras la muerte de mi madre se encerró en su despacho para no hacer nada más que creer en cuentos de hadas, no comía, ni se bañaba.

Resultó ser doloroso tener que ver como ahora él se marchitaba. Sin pensarlo tomé mis cosas y desapareció de su vida. Me dolió mucho saber que ni siquiera se había dado cuenta de mi ausencia.

Durante una tarde lluviosa, me entró una llamada de un número desconocido, la cual decidí ignorar. Marcó con insistencia por varios minutos hasta que decidió dejar un correo de voz.

Al llegar a casa, decidí escucharlo, para saber si se trataba de alguna broma o estafa. Un escalofrío me recorrió cuando su respiración agitada se escuchó al otro lado de la línea, podía sentir su ansiedad en ella, el miedo o la incertidumbre ante lo desconocido. Y aun así, comenzó a decir cosas extrañas, hasta que dijo esas últimas palabras.

—... Te amo, no lo olvides. —La llamada se cortó.

Continúe mi recorrido por el departamento, su habitación estaba desordenada, le faltaban un par de zapatos y ropa del armario, así como una maleta que le había regalado en uno de sus cumpleaños junto con mamá.

Los ojos se me llenaron de lágrimas con el torbellino de recuerdos, tanto buenos como malos.

Entré a su despacho, siendo recibida por una pila de libros y periódicos, que acumulaban más polvo que el resto del departamento.

Sin querer terminé tropezando con una, haciendo que el resto de las pilas cayeran al suelo en un estrepitoso golpe.

—Mierda —murmuré, tratando de levantar lo más que pude, pero la sensación terrosa en mis manos me hizo rendirme.

Me adentré más en aquel hoyo de antigüedades que estaban por todas partes. Mapas en las paredes, fotografías de cascadas, cenotes, y lagos adornaban la parte de arriba de su escritorio.

«¿Cuándo se volvió explorador?»

Observé su escritorio, abarrotado por hojas con textos escritos en diferentes idiomas, algunos impresos y otros hechos a mano. Abrí el primer cajón de este y dentro una caja de madera me recibió.

Con curiosidad la saqué, tocando con la punta de los dedos un grabado extraño y en letras pequeñas mi nombre.

La intriga se arremolinaba dentro de mí en una maraña de emociones, con el corazón desbocado ante la anticipación por ver lo que contenía dentro. Quizá alguna pista de su paradero, de a donde había ido o si seguía con vida.

Prendí la pequeña lámpara de escritorio, iluminando el sitio, percatándome que, adornada con un listón, estaba una carta con mi nombre.

Rápidamente, volví a meter la caja sobre el cajón. Sacudí un poco la silla y me dispuse a leer la extraña carta. Quité el listón morado y desdoble la hoja con cuidado.

Su fina caligrafía me recibió de inmediato, mi vista se nubló ante la amenaza de lágrimas. Una punzada de dolor atravesó mi pecho y mientras leía cada palabra, un sollozo estrepitoso salió de mi boca.

Para mi querida Amelia:

Sé que tendrás muchas preguntas, y no puedo responder a todas, por lo menos no en persona.

Si estás leyendo esto, es porque lo he logrado por segunda vez.

Hay una historia que tienes que conocer. Es tuya para ser exactos, de nuestro pequeño milagro.

Quizá te sorprenda lo que diré a continuación, puede que no lo creas, pero por favor, trata de ser más abierta. Siempre has sido una niña inteligente, y no dudo de que puedas comprender lo que estoy a punto de revelarte.

Tú no eres mi hija biológica, por lo menos, no de esta realidad.

Hace veinticinco años batallamos para poder procrear. Ver a tu mamá sufrir de esa manera cada vez que no lo lograba me partía el alma.

En aquel entonces estaba trabajando en un proyecto personal. Sobre si los viajes entre dimensiones eran posibles, y aunque suene fantasioso, si lo son y tú eres la prueba de ello.

Abandoné los estudios de ese proyecto cuando tu madre por fin pudo quedar embarazada. Te mentiría si dijera que no estábamos felices, éramos las personas más dichosas del planeta.

Sin embargo, la vida nos odiaba de maneras misteriosas. Aún recuerdo nuestra desesperación, lo desconsolada y realmente abatida que estaba tu madre.




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