El registro de las emociones
"En el año 2173, el Consejo decretó que las emociones humanas eran la raíz del caos. Desde entonces, el amor, la rabia y el deseo fueron clasificados como enfermedades. El Chip de Control no solo reguló cuerpos, sino también almas.
— Fragmento del Archivo de la Historia Unificada, Tomo I: El Silencio de las Pasiones
Dicen que el chip no se equivoca.
Que puede medir cada latido, cada impulso eléctrico en el cerebro, cada sombra de emoción que nos atraviesa como un cuchillo invisible.
Mentira.
El día que mi hermano murió, el registro marcó “nivel estable”. Según el Consejo, no había dolor en mí, ni rabia, ni pérdida. Solo vacío. Como si yo fuera un cascarón sin alma.
Pero yo lo sentí. Sentí cómo me arrancaban media vida con él.
Desde entonces aprendí dos cosas: nunca confíes en el sistema… y nunca dejes que vea quién eres en realidad.
La sala del Programa de Reajuste huele a metal y a sudor reprimido. Estamos sentados en filas, como piezas idénticas en un tablero. Cincuenta adolescentes con los ojos clavados al frente, fingiendo calma mientras los monitores escanean las pantallas en busca de alteraciones emocionales.
Yo también fingo.
Mis dedos, escondidos bajo la mesa, dibujan las iniciales de mi hermano en la piel de mi muñeca. Es mi único ritual, mi única forma de recordarlo sin que el sistema pueda borrarlo de mí.
—Unidad 47 —dice una voz metálica desde los altavoces—. Nivel de atención bajo. Corríjalo.
Todos giran la cabeza hacia mí. Unidad 47. Veyra. La oveja negra de este rebaño domesticado.
Levanto la barbilla y sonrío, una sonrisa torcida, cargada de veneno.
—Nivel de atención corregido —respondo con ironía.
El monitor no entiende de sarcasmos. Solo registra que mi pulso se acelera y proyecta una advertencia en rojo sobre mi ficha. Otro punto negro en mi historial. Otro paso más cerca de la sala blanca, donde el Consejo reprograma a los que “no encajan”.
Me recuesto en la silla y pienso que quizá hoy sea el día. Quizá al fin me arranquen de raíz. Pero entonces la puerta se abre, y entra él.
Camina con paso firme, impecable, como si el suelo mismo se inclinara para sostenerlo. Su uniforme es más oscuro que el de los demás instructores, el emblema plateado del Consejo brilla sobre su pecho. Y su rostro… frío, sereno, casi tallado en piedra.
Cassian.
No necesito que nadie me lo presente. Todos sabemos quién es. Hijo de un alto miembro del Consejo. El prodigio disciplinado. El ejemplo perfecto de lo que deberíamos ser.
Se detiene frente a nosotros y sus ojos recorren la sala. No dicen nada, pero exigen obediencia. Cuando su mirada se cruza con la mía, siento un golpe en el pecho. El chip zumba, registra la alteración, y un destello rojo parpadea en la pantalla que me asignaron.
Mierda.
Cassian no aparta la vista. No sonríe, no frunce el ceño, no muestra nada. Solo me observa, como si pudiera desarmarme con los ojos. Y en cierto modo lo hace: siento que ve el odio en mí, la rabia, el fuego que llevo escondido.
—Unidad 47 —dice al fin, su voz grave y precisa, sin un solo temblor—. Nivel de emoción alterado.
El resto de la sala contiene la respiración. Yo también. Mi instinto es desafiarlo, lanzarle una sonrisa mordaz y escupirle que el Consejo es una farsa. Pero no lo hago. No todavía.
Me obligo a respirar hondo y bajo la mirada, fingiendo sumisión.
El monitor cambia de rojo a verde. “Estable”. Una mentira más que el sistema decide tragar.
Cassian se aleja, pero no deja de observarme. Lo siento, como un peso en la nuca, como un lazo invisible que me ata a él sin mi permiso.
Y entonces entiendo algo que me hiela la sangre: este chico, con su disciplina perfecta y su emblema brillante, será mi sombra.
Y yo tendré que encontrar la manera de que no descubra lo que realmente soy.
Porque si lo hace… no solo moriré yo. Morirá la chispa que aún queda.