La grieta en el muro

Capitulo 2

Lo que nos arrebatan

“El chip no necesita látigos ni barrotes; su prisión es el pensamiento mismo.”

Hay algo que nadie se atreve a decir en voz alta: el sistema no controla nuestras emociones. Solo las roba.

Los chips no son guardianes, son carceleros. Están incrustados en la base del cuello desde el día en que nacemos, invisibles bajo la piel. Dicen que vigilan por nuestra seguridad, que nos protegen de la violencia, del caos, del desastre que casi borró al mundo. Lo repiten tanto que algunos lo creen. Yo no.

Yo sé la verdad.

Lo supe la noche que se llevaron a Eidan.

Mi hermano era dos años mayor que yo y todo lo contrario a lo que yo soy. Calmo, paciente, siempre intentando apaciguar mis arrebatos. Me cuidaba como si pudiera blindarme del mundo con solo poner su mano en mi hombro. Pero ni siquiera él pudo protegerse a sí mismo.

El sistema detectó “inestabilidad emocional” en sus registros. Una variación mínima, una chispa de tristeza que debió sentir después de que nuestra madre enfermara. Bastó con eso para que lo citaran en la Sala Blanca. Nadie vuelve de allí siendo el mismo.

Recuerdo la noche en que salió por la puerta de nuestra casa. Su mirada era firme, como si quisiera darme la ilusión de que todo estaría bien. Pero yo vi el miedo en sus ojos.
Lo abracé con tanta fuerza que mis uñas se hundieron en su espalda. Él me susurró: “No llores, Vey. Ellos no soportan las lágrimas.”

Nunca lo volví a ver.

El Consejo anunció que el procedimiento había “restablecido el equilibrio” en su mente. Mentira. Una semana después nos informaron de que su corazón “no resistió la reprogramación”. Palabras frías para disfrazar un asesinato.
Tenía diecisiete años.

Desde entonces me juré no darles el gusto. Nunca me verían rota, nunca me verían llorar. Prefiero que me destrocen antes de regalarles mi dolor.

El Programa de Reajuste es solo otra de sus armas. Nos sientan en filas, nos llenan de discursos sobre obediencia, y nos conectan a monitores que registran cada alteración en nuestro pulso. Creen que pueden domarnos como se doma a un perro. Algunos ceden. Otros se quiebran. Y unos pocos, como yo, aprendemos a fingir.

La clave está en el control. Tienes que mantener una máscara perfecta: respiración lenta, mirada fija, sin apretar los puños ni dejar que el odio se note en los músculos de tu rostro. No es fácil, pero yo aprendí de la manera más dura. Aprendí de la muerte de Eidan.

Cassian todavía ronda en mi cabeza. Su mirada en la sala me atravesó como un bisturí. No necesitó levantar la voz ni amenazarme; con solo nombrar mi número de unidad bastó para recordarme que, en este lugar, soy un insecto bajo un microscopio.

Lo que más me desconcierta es que no sentí solo rabia. Hubo algo más. Algo que no sé nombrar. Y eso me asusta más que cualquier monitor.

La noche cae sobre los dormitorios colectivos. Las luces automáticas se apagan y los chips bajan el nivel de actividad cerebral. Un letargo artificial nos envuelve, programado para que durmamos sin sueños.
Yo me resisto.

En la penumbra, susurro el nombre de mi hermano, una y otra vez:
—Eidan. Eidan. Eidan.

Es mi forma de pelear. Ellos pueden borrar sus registros, borrar su rostro de los archivos oficiales, pero no pueden borrarlo de mí. Mientras lo recuerde, mientras su nombre arda en mi boca, él sigue existiendo.

Y mientras él exista, yo no seré obediente. No seré dócil. No seré como Cassian.




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