– La Ciudad de los Ecos
Cada chip es una llave: abre obediencia, cierra libertad.”
El amanecer no existe aquí. No hay sol que atraviese las ventanas, porque no hay ventanas. Solo luces blancas que se encienden de golpe a las seis en punto, como si alguien hubiera decidido que la mañana no es un regalo, sino una orden.
El Programa de Reajuste funciona como una ciudad dentro de otra. Muros altos de metal negro nos rodean, coronados con sensores que registran cualquier movimiento. Dentro, los edificios se levantan como bloques idénticos, grises, sin personalidad. No hay colores, no hay símbolos, no hay nada que delate individualidad. Solo números y pasillos.
Cada día comienza igual: el sonido de la alarma, el recuento de unidades, y la formación en el patio central. Allí nos dividen en hileras y nos hacen repetir los principios del Consejo: “La emoción es caos. El caos destruye. El orden preserva.”
Lo decimos con la boca, nunca con el corazón.
El recorrido matutino nos lleva al Pabellón de Instrucción, una especie de sala de conferencias donde proyectan videos de propaganda. Allí es donde nos explican, una y otra vez, el funcionamiento de los chips. Como si necesitáramos recordarlo. Como si el miedo no fuera suficiente.
El instructor de hoy es un hombre mayor, con la piel marcada por cicatrices que parecen más antiguas que el sistema mismo. Su voz es plana, mecánica:
—El chip se conecta a la base de la médula espinal y regula la actividad del sistema límbico. Permite mantener las emociones bajo control, evitar la violencia y asegurar la estabilidad de la comunidad. Gracias a él, no existen guerras, ni asesinatos, ni pasiones destructivas.
Su discurso suena como un salmo repetido hasta el cansancio. En la pantalla aparece la animación de un niño recién nacido al que insertan el dispositivo en la nuca. El llanto del bebé se corta en seco, reemplazado por un silencio artificial. La sala entera lo observa como si fuera un milagro.
Yo lo veo como lo que es: una mutilación invisible.
El chip no solo regula. El chip roba. Se alimenta de cada impulso, de cada emoción, y la transforma en datos fríos que alimentan los servidores del Consejo. Ellos dicen que lo hacen por nuestro bien, pero todos sabemos que el verdadero propósito es el control.
Si alguien siente demasiado, si su gráfico de emociones se eleva por encima del promedio, lo llaman “inestable”. Y ser inestable significa desaparecer.
Las desapariciones no se mencionan. Nadie habla de ellas. Pero los huecos que dejan son imposibles de ocultar. Cada semana falta alguien en las filas. Cada semana los dormitorios se sienten un poco más vacíos.
Después de la proyección, nos conducen a través de los corredores hacia los talleres de disciplina. Allí aprendemos a obedecer: marchar en sincronía, responder en unísono, simular serenidad aunque por dentro arda la rabia. Es un entrenamiento de marionetas. Y lo peor es que muchos terminan creyendo que eso es vivir.
Los dormitorios se organizan por unidades: cincuenta jóvenes por bloque, separados por género, vigilados por cámaras que nunca parpadean. No existen puertas que podamos cerrar, ni rincones donde ocultarse. La intimidad es un concepto prohibido.
Más allá de los muros del Programa está la Ciudad Central. No todos tienen acceso a ella, pero he visto los mapas y las transmisiones. Es un lugar dividido en círculos:
En el núcleo, los edificios blancos del Consejo, donde se toman todas las decisiones.
En el segundo círculo, las residencias de los altos jerarcas y sus familias.
Luego vienen los sectores de trabajo, fábricas y oficinas donde la gente pasa la vida produciendo sin preguntar.
En la periferia, los barrios más pobres, vigilados con más dureza que todos los demás.
Dicen que más allá de la ciudad solo hay ruinas, tierras tóxicas donde nada puede crecer. Nadie sabe si es verdad o si es otra mentira del Consejo para mantenernos dentro.
Lo cierto es que aquí dentro no vivimos: sobrevivimos bajo la ilusión de orden.
Cuando el recorrido termina, volvemos al patio central. Cassian nos espera allí. De pie, inmóvil, con su uniforme impecable y el emblema plateado brillando en el pecho. Es un recordatorio viviente de lo que significa la obediencia.
Sus ojos se cruzan con los míos, aunque solo por un segundo. Y en ese instante siento la contradicción más peligrosa de todas:
El mismo sistema que me arrebató a Eidan… ahora me pone frente a Cassian.
Y no sé si debo odiarlo más que a nadie… o temer que, algún día, deje de odiarlo.