El peso del orden
En la Ciudad Central no existe el ruido.
El orden es tan perfecto que hasta el aire parece medir sus pasos. Los autos magnéticos se desplazan en silencio por las avenidas limpias, los drones patrullan sin desviarse un milímetro de su ruta, y las fachadas blancas de los edificios reflejan la luz artificial como si fueran espejos.
Aquí nada se rompe, nada se desgasta, nada se olvida.
Soy parte de esa perfección, o al menos eso esperan de mí.
Me levanto a las cinco cada mañana, mucho antes de que el Consejo dé la orden de activación de las luces. Mi rutina es inmutable: ejercicio físico, revisión de informes de disciplina, y luego el desayuno en la mesa familiar. Mi padre lee los reportes en una pantalla transparente mientras mi madre observa cada gesto mío como si buscara señales de debilidad.
En esta casa no se conversa: se evalúa.
El apellido que llevo no me pertenece solo a mí. Cassian Valeris no es un individuo; es un estandarte del Consejo. Desde niño me recordaron que el honor de mi familia depende de mi impecabilidad. Un error mío sería una mancha en generaciones enteras.
Por eso aprendí a no fallar.
Los hijos de la élite vivimos en el círculo interno de la Ciudad Central, donde el Consejo asegura que nada nos falte. Nuestros hogares son amplios, con jardines controlados por sistemas climáticos, y los pasillos resuenan con una calma que el resto de la población jamás conocerá. Tenemos acceso a alimentos frescos, medicinas avanzadas y educación privada en los Institutos del Orden.
Para nosotros, la vida es estable. Previsible. Segura.
Pero también es una jaula, aunque de oro.
El Consejo nos enseña que somos los guardianes del equilibrio, los encargados de preservar lo que queda de la civilización. Nos dicen que sin las jerarquías, sin las normas, el mundo volvería al caos que casi lo destruyó hace décadas. He crecido con esa idea tatuada en mi mente: obedecer es sobrevivir.
Y yo he obedecido. Siempre.
Hoy, después de las sesiones en el Programa de Reajuste, regreso a la residencia familiar. El contraste me golpea cada vez: paso de las miradas vacías de los jóvenes inestables a los jardines pulcros de mi mundo, donde niños bien vestidos juegan bajo la vigilancia de drones protectores.
Aquí no hay miedo. Aquí nadie desaparece.
Oficialmente, claro.
En las noches, cuando me quedo despierto en mi habitación, pienso en los que se van. Los llamamos “inestables”, pero yo sé lo que significa en realidad: desechados. No lo digo en voz alta, jamás lo haría. Pero a veces me pregunto cuántos de los que desaparecen eran como yo, solo que no supieron ocultar la grieta en su interior.
Hoy, en la sala del Programa, vi esa grieta en alguien más.
Unidad v- 47. Veyra.
Ella no se esconde bien. Su rabia es un fuego vivo, imposible de domar. Lo vi en su mirada cuando el monitor detectó su alteración. Cualquiera de los instructores la habría señalado como un riesgo inmediato. Pero yo no lo hice. No sé por qué.
Quizá porque, por un instante, sentí lo que ella sentía. Una chispa, un temblor en el pecho. Algo que el chip no debería permitir.
Fue rápido, apenas un destello, pero lo suficiente para incomodarme.
Mi deber es denunciar esas alteraciones. Reportarlas sin dudar. Pero aún no lo hice. No sé si es compasión o simple curiosidad. Lo único que sé es que ahora la recuerdo más de lo que debería.
Mientras camino por los pasillos iluminados de mi residencia, pienso en la diferencia brutal entre nuestras vidas. Ella vive en un bloque gris, vigilada día y noche, con la sombra constante de la Sala Blanca. Yo vivo entre muros que me prometen seguridad eterna. Y, sin embargo, me siento tan prisionero como ella.
Tal vez esa sea la ironía del Consejo: nos prometen libertad a cambio de obediencia, pero en realidad nadie es libre. Ni los que obedecen, ni los que se rebelan.
Me miro en el espejo antes de dormir. Mi reflejo es el de siempre: impecable, disciplinado, el hijo que mis padres y el Consejo esperan.
Pero detrás de los ojos veo la grieta.
Y no puedo dejar de pensar en Veyra.