El video
“Fuera de los muros, la vida parece calma; pero hasta la calma está diseñada por el Consejo.
La sala de proyección estaba sumida en un silencio absoluto, roto solo por el zumbido constante de los ventiladores que mantenían la temperatura controlada. Decenas de jóvenes ocupaban los asientos alineados con precisión milimétrica, cada uno con la espalda recta y los ojos fijos en la pantalla. Entre ellos, separados por apenas unas filas, se encontraban Veyra y Cassian.
Las luces se apagaron. El logo plateado del Consejo apareció en la pantalla, seguido de una música solemne que imitaba un himno religioso. Una voz metálica, perfectamente modulada, comenzó a hablar:
—El Reajuste es la base de nuestra supervivencia. Gracias a él, hemos erradicado la violencia, el crimen y el caos que casi destruyó el mundo.
Las imágenes mostraban un pasado en ruinas: ciudades en llamas, multitudes descontroladas, cadáveres en calles derrumbadas. Era el recuerdo oficial del “Tiempo del Colapso”, repetido hasta el cansancio en cada lección.
Veyra clavó las uñas en el asiento. Conocía de memoria cada fotograma, cada palabra. Lo había visto incontables veces, siempre con el mismo mensaje: sin el Consejo, ustedes no existirían. Pero lo que más la enfurecía no eran las imágenes del caos, sino lo que venía después.
La pantalla mostró a un niño recién nacido en una mesa de operaciones. Manos enguantadas acercaron un dispositivo metálico, del tamaño de una uña, y lo insertaron en la base de su cuello. El llanto se interrumpió como si alguien hubiera apagado un interruptor. Silencio. Paz artificial.
—El chip —continuó la voz— regula las emociones, elimina los impulsos destructivos y garantiza la armonía. Es la mayor bendición de nuestra era.
Alrededor, algunos jóvenes asentían con devoción. Otros mantenían la mirada fija, vacía, demasiado entrenados para mostrar algo distinto. Veyra tragó saliva con rabia contenida. Ese mismo video había justificado la muerte de Eidan. “El procedimiento falló”, habían dicho. Como si su hermano hubiera sido un simple error de sistema.
En la fila superior, Cassian mantenía la postura impecable. Sus manos descansaban sobre las rodillas, el rostro impasible, los ojos atentos a la pantalla. Era el hijo ideal de la jerarquía, el reflejo del orden. Pero dentro de sí, algo se agitaba.
Había visto ese video cientos de veces. Lo había memorizado en los Institutos del Orden, lo había repetido en los exámenes de disciplina. Y sin embargo, cada vez que aparecía la imagen del recién nacido silenciado, un malestar inexplicable lo atravesaba. No lo decía. No podía decirlo. Pero en lo más profundo de su mente, la escena le parecía menos un milagro que un asesinato suave.
La narración avanzó, mostrando jóvenes sonrientes en aulas limpias, adultos caminando en calles seguras, familias unidas bajo la supervisión del Consejo. Todo perfecto, inmutable, ordenado. La voz metálica cerró con la frase de siempre:
—El Reajuste no es un castigo. Es un honor. El Consejo asegura su vida. Confíen en él.
La pantalla se oscureció y las luces volvieron a encenderse. Un murmullo leve recorrió la sala, pronto silenciado por la entrada de los instructores.
Veyra apretó los labios. Cada palabra del video era un recordatorio de lo que había perdido. En su mente, la imagen de Eidan reemplazaba la del niño en la pantalla. No un símbolo, no una estadística: un hermano. Un ser humano convertido en un dato defectuoso. Juró, una vez más, que no permitiría que lo borraran.
Cassian bajó la mirada. Sabía qué debía sentir: orgullo, confianza, gratitud. Lo había practicado mil veces. Pero algo en su pecho se resistía. Algo que se había encendido el día que sus ojos se cruzaron con los de Veyra. Ella no lo sabía, pero ya se había convertido en la grieta por la que se colaban sus dudas.
Los jóvenes fueron puestos en pie, conducidos en filas hacia los talleres de disciplina. Nadie habló, nadie se desvió del camino. Todo estaba calculado al segundo.
Pero mientras avanzaban, Veyra y Cassian pensaban lo mismo, aunque desde orillas opuestas:
El Reajuste no era honor. Era condena.
Y en ese silencio compartido, sin mirarse, ambos comprendieron que algún día tendrían que elegir: obedecer… o arder.