Rutinas
A veces basta con una mirada para que dos mundos empiecen a derrumbarse.”
La campana metálica sonó a las seis en punto, atravesando las paredes de los dormitorios como un rayo. El sonido no admitía demora: todos debían levantarse al primer timbre.
Veyra abrió los ojos con el corazón acelerado. No porque temiera llegar tarde, sino porque odiaba la sensación de ser arrastrada por una rutina que no había elegido. El dormitorio estaba compuesto por veinte camas alineadas, separadas apenas por un brazo de distancia. Las paredes eran grises, sin decoración, y el aire olía a desinfectante barato.
Se incorporó lentamente, observando a su alrededor. Liora ya estaba de pie, alisando las sábanas con precisión mecánica. A su lado, una chica más joven temblaba mientras intentaba abotonar la camisa reglamentaria. Veyra se acercó y, sin decir palabra, la ayudó con un gesto rápido. No era simpatía, era instinto: no soportaba ver cómo el sistema quebraba a los más débiles.
El desayuno se sirvió en bandejas metálicas: una porción de avena insípida, una bebida energética y una fruta sintética. Veyra se obligó a tragar cada bocado, recordando que Eidan solía bromear sobre lo mismo: "Ni los perros comerían esto si tuvieran otra opción". El recuerdo la golpeó como una cuchillada, pero lo ocultó bajo un rostro neutro.
Las actividades de la mañana consistieron en ejercicios físicos y pruebas de resistencia. Los instructores vigilaban cada movimiento, midiendo los latidos de los internos a través de los chips implantados. Veyra corría, saltaba y golpeaba sacos de entrenamiento con furia contenida. No le interesaba destacar ni complacer, pero tampoco podía permitirse ser catalogada como débil. Sobrevivir exigía equilibrio: mostrar lo suficiente para pasar desapercibida, pero no tanto como para despertar sospechas.
En el otro extremo de la ciudad, Cassian comenzaba su día de forma muy distinta. Su habitación estaba bañada por la luz artificial de los paneles de techo, programados para simular un amanecer suave. El aire tenía un aroma leve a jazmín, cortesía de los purificadores de su hogar.
Se levantó de la cama y siguió su rutina con disciplina: ducharse en agua templada, colocarse el uniforme impecable, revisar los informes en su tableta personal. A las siete exactas, bajó al comedor familiar. La mesa estaba dispuesta con precisión matemática: tazas idénticas, platos blancos sin una sola mancha, cubiertos alineados como si fueran parte de un ritual.
Su madre preguntó lo de siempre:
-¿Alguna novedad en el Programa, Cassian?
Él respondió lo que se esperaba:
-Todo está bajo control.
No mencionó a Veyra, ni la tensión en el patio, ni el desafío que aún le quemaba la memoria. En esta casa no había espacio para grietas.
Después del desayuno, Cassian asistió a las sesiones de instrucción avanzada. Ahí se entrenaban los jóvenes de la élite para ocupar puestos en el Consejo. La teoría era rigurosa: estrategias de control poblacional, administración de recursos, mantenimiento de la narrativa oficial. Los profesores repetían con voz solemne que ellos eran "los pilares invisibles de la civilización".
Cassian tomaba notas con precisión, asentía en los momentos correctos, respondía con seguridad. Nadie hubiera imaginado que, bajo esa máscara de perfección, seguía repitiéndose una pregunta que no debía existir: ¿Y si todo esto no fuera verdad?
De vuelta en el bloque del Programa, Veyra y Liora compartieron un descanso breve en el patio cercado. El cielo artificial proyectaba un azul impecable, demasiado perfecto para ser real.
-¿No te cansa fingir? -preguntó Liora en voz baja.
Veyra la miró, intrigada.
-¿Y tú no te cansas de aguantarme?
Liora sonrió apenas, pero no respondió. Esa sonrisa era suficiente para dejar claro que ella también tenía dudas, aunque sabía esconderlas mejor.
Al final del día, ambos -Veyra y Cassian- terminaron frente a una misma proyección en distintas salas: un mensaje grabado del Consejo, recordándoles que "el orden es vida".
Ella apretó los dientes, él guardó silencio. Dos respuestas distintas ante una misma imposición. Y sin embargo, en lo más hondo de su interior, los dos sintieron lo mismo: el peso de una vida que no les pertenecía del todo.
Esa noche, en camas lejanas y mundos distintos, ambos cerraron los ojos con la certeza de que las rutinas no podían sostenerse para siempre. Algo tenía que romperse.