La grieta en el muro

Capítulo 9

El mundo intermedio

El Distrito Medio amanecía con la misma puntualidad programada que el resto de la ciudad. A las seis en punto, las luces artificiales se encendían en las calles y los altavoces del Consejo transmitían la melodía oficial: tres notas graves seguidas de una voz metálica que repetía la consigna diaria.

—El orden preserva. El Consejo protege. Confíen.

Las familias despertaban al unísono, como si fueran engranajes en una máquina. En cada hogar, los padres se levantaban primero, revisaban los comunicados en sus terminales y aseguraban que los niños vistieran los uniformes escolares. La ropa era idéntica: gris para los pequeños, azul para los adultos trabajadores. Nadie decidía qué ponerse; la decisión ya había sido tomada por el sistema años atrás.

Las casas eran rectangulares, funcionales, con paredes lisas sin decoración. En las mesas, el desayuno era siempre el mismo: pan sintético, una bebida de nutrientes y una ración de fruta generada en laboratorios. El sabor carecía de sorpresas, pero nadie se quejaba en voz alta. El chip regulaba la ansiedad y los altavoces recordaban que la estabilidad alimentaria era un “milagro del Consejo”.

Al salir a las calles, las familias se movían en filas ordenadas hacia sus destinos: los adultos al centro laboral, los niños a las escuelas del Consejo. El tránsito era fluido y silencioso, supervisado por drones que flotaban sobre las avenidas. Los vehículos automáticos se desplazaban con precisión milimétrica, sin bocinas, sin accidentes.

En cada esquina había torres de vigilancia. No parecían amenazantes; al contrario, estaban pintadas de blanco, con el símbolo del Consejo en azul brillante. Pero sus cámaras lo registraban todo: la dirección de las miradas, la velocidad de los pasos, la expresión de los rostros. Si alguien se detenía demasiado tiempo, un guardia aparecía en cuestión de minutos para preguntar si todo estaba bien.

Las escuelas eran templos del orden. Niños de cinco años repetían consignas con voces afinadas:
—El caos destruye. El orden preserva. El Consejo es vida.

Las aulas estaban llenas de pantallas que proyectaban lecciones oficiales: historia reescrita, cifras de producción, ejemplos de ciudadanos ejemplares. Cada estudiante llevaba un brazalete que medía sus niveles de concentración y obediencia. Una alarma suave vibraba en la muñeca si el niño se distraía demasiado.

En los centros laborales, los adultos ocupaban cabinas transparentes donde se dedicaban a tareas repetitivas: revisar datos, monitorear flujos energéticos, ensamblar piezas electrónicas. La jornada estaba cronometrada con exactitud, y cada empleado recibía recordatorios constantes de que su trabajo contribuía a “la estabilidad colectiva”.

En las plazas, donde las familias se reunían al atardecer, las conversaciones eran superficiales y breves. Nadie hablaba de política ni de emociones intensas. Los chips lo hacían difícil; una descarga leve en el cuello recordaba al portador que estaba desviándose de la serenidad obligatoria. Así, las charlas se reducían a intercambiar frases sobre productividad, obediencia y gratitud al Consejo.

De vez en cuando, un vehículo blindado cruzaba la avenida principal, transportando a miembros de la élite o a funcionarios del Consejo. Los ciudadanos se detenían de inmediato, inclinaban la cabeza y permanecían en silencio hasta que el convoy desaparecía. No era una orden explícita, era un hábito inculcado desde la infancia: mostrar respeto era mostrar supervivencia.

En la noche, el Distrito Medio se sumía en un silencio absoluto. No había risas, ni música, ni voces altas. Solo el zumbido de los drones en patrulla y los mensajes de cierre transmitidos por los altavoces:

—El día ha terminado. El Consejo protege sus sueños.

Las luces se apagaban con exactitud matemática. Las familias se recostaban en camas idénticas, bajo techos idénticos, con vidas idénticas.

Y aunque en el fondo algunos sentían un vacío inexplicable, nadie lo nombraba. No podían.
El chip lo convertía en nada más que un latido extraño, un pensamiento fugaz que se disolvía en el aire.

Así era la vida en el mundo intermedio: sin excesos de miseria como en los bloques, sin lujos de oro como en la élite. Solo obediencia. Solo supervivencia.
Un engranaje más en la maquinaria perfecta del Consejo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.