La grieta en el muro

Capítulo 10

El amor prohibido

La tarde en el bloque de Reajuste era tan rutinaria como todas. Después de los entrenamientos y las sesiones de propaganda, los internos eran reunidos en una sala de instrucción, donde las paredes proyectaban lecciones sobre la vida bajo el Consejo.

Ese día, el tema era la formación de parejas.

Un instructor, alto y con la voz desprovista de matices, se plantó frente al grupo. Su uniforme impecable y el emblema azul del Consejo brillaban bajo la luz artificial.

—Las uniones son asignadas por el sistema central —comenzó—. A los dieciocho años, cada ciudadano recibe una evaluación completa: compatibilidad genética, equilibrio emocional y utilidad social. Con base en esos datos, el Consejo selecciona la pareja ideal.

En la pantalla detrás de él aparecieron imágenes de hombres y mujeres jóvenes tomados de la mano, sonriendo bajo la supervisión de drones. Parecían felices, demasiado felices, como si la emoción hubiera sido fabricada junto con sus gestos.

—El romance —continuó el instructor— es una ilusión peligrosa. Antes del Consejo, los humanos elegían basados en pasiones y deseos. El resultado fue caos: celos, crímenes, familias disfuncionales. Ahora, gracias al sistema, esos errores son imposibles. Cada pareja cumple su función: reproducirse cuando es necesario y mantener la estabilidad.

Veyra apretó las manos sobre sus rodillas. Sentía el calor subiendo desde el estómago, esa mezcla de rabia y asco que siempre la empujaba a hablar cuando debería callar.

Alzó la voz sin pedir permiso:
—¿Y qué pasa si alguien… ama a otra persona que no le asignaron?

La sala quedó en silencio. Algunos internos giraron la cabeza hacia ella con ojos abiertos, otros bajaron la mirada para no ser asociados con la pregunta. Nadie se atrevía a mencionar esa palabra: amor.

El instructor no se movió, pero en su rostro apareció una sombra de irritación.
—El amor no es real —dijo con firmeza—. Es una distorsión emocional que el chip regula para protegerlos. No pueden sentirlo, porque es una construcción del caos.

—Yo lo sentí —escapó de los labios de Veyra, antes de poder detenerse.

Un murmullo corrió entre los jóvenes. Ella lo sabía: acababa de lanzarse al vacío.

El instructor dio un paso hacia ella.
—Unidad 47, sus palabras son peligrosas. Los chips garantizan que no haya desviaciones. Nadie siente amor, porque no existe.

Veyra sostuvo la mirada, desafiando la amenaza implícita.
—Si no existe, ¿por qué el Consejo tiene tanto miedo de él?

Un silencio glacial se extendió. El chip en su cuello zumbó levemente, como si la estuviera advirtiendo, pero no la derribó. Quizá los controladores querían observar hasta dónde llegaba.

En la última fila, Cassian presenciaba la escena. No estaba sentado como los demás: supervisaba desde un costado, tomando notas para su informe. Su rostro permanecía neutral, el perfecto hijo del orden. Pero por dentro, cada palabra de Veyra se incrustaba como un eco incómodo.

“Si no existe, ¿por qué el Consejo tiene tanto miedo de él?”

Él nunca lo había formulado así. Desde niño le habían repetido que el amor era un mito, un residuo peligroso del viejo mundo. Pero escucharla desafiar al sistema en voz alta le provocaba una mezcla de admiración y temor.

El instructor cerró la sesión de manera abrupta.
—El tema queda concluido. Nadie debe volver a mencionarlo.

Los jóvenes fueron desalojados en filas, con el peso de la advertencia aún flotando en el aire.

En el pasillo, Liora se acercó a Veyra con una sonrisa tensa.
—Eres una insensata.

—Tal vez —respondió Veyra—, pero alguien tenía que decirlo.

Cassian las observó de lejos. No intervino, no debía hacerlo. Pero en su mente, por primera vez, la palabra prohibida resonaba como una grieta en el orden: amor.

No sabía si era una amenaza o una promesa.




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