Semillas de rebelión
El Bloque de Reajuste tenía sus propias rutinas, pero con el paso de los días, Veyra había aprendido a detectar sus grietas. Los instructores se movían con exactitud mecánica, los internos repetían frases sin pensar, y los drones flotaban en sus rutas fijas, siempre en círculos que dejaban puntos ciegos por segundos.
Para la mayoría, esos detalles eran invisibles. Para Veyra, eran la confirmación de que incluso la maquinaria perfecta podía fallar.
Esa noche, después de la cena, cuando las luces del comedor comenzaron a apagarse, se sentó junto a Liora en la esquina más oscura. La otra joven la miró con recelo, bajando la voz.
—Hoy casi te metes en problemas —susurró Liora, refiriéndose a la clase en la que Veyra había pronunciado la palabra prohibida.
—No “casi”. Me metí —respondió Veyra con una sonrisa torcida—. Pero sigo aquí, ¿o no?
Liora suspiró, jugando con la cuchara metálica entre sus dedos.
—No todos sobrevivirían a eso. El Consejo no tiene piedad.
—Precisamente por eso —dijo Veyra, inclinándose hacia ella—. ¿Nunca te has preguntado por qué seguimos obedeciendo? ¿Por qué aceptamos lo que nos dicen, como si fuera la única manera de vivir?
Liora la observó en silencio. Sus ojos, normalmente tranquilos, se llenaron de una chispa incómoda.
—Claro que me lo he preguntado. Pero pensarlo es una cosa. Decirlo en voz alta es… otra.
Veyra apoyó las manos sobre la mesa.
—Mira alrededor. Todos comen, todos callan, todos miran hacia abajo. Ni siquiera necesitan cadenas. El chip hace el trabajo por ellos. ¿De verdad quieres vivir así para siempre?
El zumbido lejano de un dron pasó sobre sus cabezas. Ambas guardaron silencio hasta que el sonido se perdió. Luego Veyra retomó, esta vez más baja, casi un murmullo.
—Podemos resistir. Aunque sea en lo pequeño. Aunque sea en secreto.
Liora tragó saliva.
—¿Resistir cómo?
Veyra se encogió de hombros.
—Haciendo preguntas. Sembrando dudas. Mostrando que el Consejo no es invencible. No hablo de escapar mañana ni de levantar armas. Hablo de despertar.
Liora negó con la cabeza, aunque sus labios temblaban.
—No entiendes… A mi primo lo llevaron a la Sala Blanca. Solo porque cuestionó los horarios de descanso. Nunca volvió.
El nombre de esa sala cayó como un peso entre ellas. Ambas sabían lo que significaba: desaparición, borrado, aniquilación sin cadáver.
—Precisamente por eso —dijo Veyra, con los ojos ardiendo—. Si nos quedamos quietas, terminaremos igual, borradas, aunque sigamos obedeciendo. Prefiero arriesgarme sabiendo que viví como yo quería.
Liora bajó la mirada. Durante un largo momento, el silencio fue lo único que compartieron. Luego, sin levantar los ojos, murmuró:
—Eres una insensata, Veyra. Pero… quizás no estés equivocada.
La rebelde sonrió apenas. No necesitaba más. Esa grieta en Liora era suficiente para empezar.
Antes de levantarse, Veyra deslizó algo bajo la mesa: una pequeña hoja arrancada de un manual viejo, donde había escrito con letras torcidas una frase que se repetía en su mente desde hacía años:
"El orden no es vida. Es muerte lenta."
Liora apretó el papel entre las manos como si fuera un objeto prohibido y sagrado a la vez.
Cuando regresaron a los dormitorios, cada una se acostó en su litera, fingiendo la misma quietud que el resto. Pero esa noche, mientras los demás dormían con respiraciones acompasadas, Veyra se quedó mirando el techo.
Sabía que había dado el primer paso. Pequeño, casi invisible, pero un paso.
El Bloque no lo sabía aún, pero dentro de sus muros grises ya había empezado a germinar algo.
Una semilla de rebelión.