La herida que no cierra
Antes del Bloque, antes de los muros grises y los drones zumbando sobre su cabeza, Veyra había tenido un hogar. No era lujoso como el de la élite ni miserable como las periferias olvidadas: era una casa común en los distritos intermedios, donde la rutina estaba dictada por los altavoces del Consejo y el brillo azul de los símbolos oficiales en cada esquina.
Su madre, Alenya, era costurera en un taller estatal. Pasaba las noches arreglando uniformes idénticos, cosiendo con manos rápidas mientras escuchaba los comunicados del Consejo. Su padre, Marcus, trabajaba en la planta de energía, un empleo agotador pero seguro, uno que mantenía a la familia en la línea de “ciudadanos obedientes”.
Y estaba Eidan, el hermano mayor de Veyra. Dos años de diferencia apenas, pero suficiente para que él se convirtiera en su refugio, en su cómplice silencioso. Eidan tenía la costumbre de dibujar en los márgenes de sus cuadernos, trazos rápidos de paisajes y rostros que jamás mostraba a los instructores. Lo hacía a escondidas, en las noches, alumbrándose con la tenue luz de una linterna rota.
—No dejes que te lo quiten todo, Veyra —le había dicho una vez, entregándole un trozo de papel con un dibujo de ambos riendo—. El Consejo puede controlarlo casi todo… pero no lo que llevamos aquí. —Y se golpeó el pecho, justo sobre el corazón.
Ese gesto quedó grabado en ella como un juramento.
Pero el sistema no perdona.
Eidan comenzó a hacer preguntas en la escuela, preguntas que ningún joven debía pronunciar: ¿por qué no podíamos elegir? ¿Por qué los recuerdos de antes del Consejo estaban borrados? ¿Por qué la gente hablaba de “amor” como si fuese un crimen? Al principio, los instructores lo amonestaron. Luego, lo enviaron a sesiones de control. Finalmente, un día, no volvió.
La familia recibió un comunicado frío, con las palabras cuidadosamente medidas:
"Unidad E-457 ha sido declarada incompatible con el sistema. Se ha procedido a su reajuste final en nombre de la estabilidad colectiva."
Ningún cuerpo. Ningún funeral. Solo una ausencia que se clavó en la casa como un vacío imposible de llenar.
Alenya dejó de hablar durante semanas, cosiendo en silencio hasta que las manos le sangraban. Daren se sumió en un mutismo férreo, refugiándose en turnos dobles en la planta de energía para no enfrentar la mirada de su hija menor. Y Veyra… Veyra se convirtió en un fuego sin control.
Empezó a romper las reglas a propósito. No respondía en clase, se negaba a repetir las consignas, hablaba de Eidan aunque todos le decían que debía olvidarlo. Fue advertida, sancionada y vigilada. Pero no retrocedió.
La noche de su arresto aún estaba fresca en su memoria. Tres guardias irrumpieron en la casa, con la orden oficial en mano. Sus padres no intentaron detenerlos; sabían que sería inútil. Veyra gritó, pateó, pero fue arrastrada fuera de su habitación sin poder siquiera recoger el dibujo que Eidan le había dejado.
La llevaron al Bloque de Reajuste sin más explicaciones que un mensaje grabado en voz metálica:
—Unidad 47: asignada a proceso de corrección conductual.
Los muros grises se cerraron sobre ella como una sentencia. No hubo despedidas, no hubo abrazos. La puerta del Bloque se cerró y el mundo que conocía dejó de existir.
Desde entonces, Veyra cargaba con la certeza de que todo lo que hacía, cada palabra rebelde que pronunciaba, era por él. Por Eidan.
El Consejo lo había borrado, pero ella se encargaría de que su memoria siguiera viva, aunque eso significara que el chip ardiera contra su cuello una y otra vez.
Porque la herida de perder a un hermano nunca cerraba. Y en ese dolor se había forjado su fuerza.