filo de la distancia
Las jornadas en el Bloque se sucedían idénticas: entrenamientos al amanecer, repasos interminables de consignas, alimentación estricta, horas de instrucción bajo las luces frías. Pero en medio de esa rutina milimétrica, Veyra había empezado a notar algo distinto: la mirada de Cassian.
No era la mirada dura de los instructores ni la vacía de los guardias. Era distinta. Observaba. Analizaba. Como si buscara algo que los demás no podían ver.
Aquel día, después de la sesión de control mental —una serie de proyecciones diseñadas para reforzar la obediencia—, los internos fueron conducidos al patio para ejercicios físicos. Veyra corría en la pista, jadeando, con la rabia aún quemándole las entrañas por lo que acababa de presenciar: imágenes manipuladas, jóvenes sonriendo bajo la “protección” del Consejo, frases que repetían como ecos huecos.
Cassian supervisaba desde un costado, con una tablilla electrónica en mano. Sus botas impecables contrastaban con las zapatillas desgastadas de los internos. Durante un momento, sus ojos se cruzaron con los de Veyra. Ella no apartó la mirada.
Cuando terminó el entrenamiento, los internos se dirigieron a las duchas colectivas. Veyra se retrasó un instante, fingiendo ajustar los cordones de sus zapatos. Cassian se acercó, como si hubiera estado esperando esa excusa.
—Unidad 47—dijo con voz firme, la oficial—. Te retrasas.
—O tal vez camino a mi propio ritmo —respondió ella sin alzar la cabeza.
Hubo un silencio breve. Cassian no estaba acostumbrado a respuestas así; los internos solían bajar la mirada y obedecer.
—Tu propio ritmo no existe aquí. El Consejo marca el paso.
Veyra alzó los ojos, desafiándolo.
—¿Y tú siempre caminas al paso que te dicen?
La pregunta flotó entre ellos como un desafío invisible. Cassian no respondió de inmediato; sus labios se tensaron apenas.
—Yo cumplo mi deber —dijo finalmente, con esa frialdad que lo protegía de sí mismo.
Veyra sonrió con un filo en la comisura de los labios.
—Entonces debe ser muy aburrido ser tú.
Antes de que él pudiera replicar, ella se incorporó y se unió al grupo, dejándolo atrás con la frase punzando en su mente.
Esa noche, en el comedor, Veyra volvió a sentir su presencia. Cassian no se sentaba con los internos, pero supervisaba desde una plataforma elevada. Sus ojos, sin embargo, se desviaban con demasiada frecuencia hacia ella. Y Veyra, consciente de ello, no hacía nada por disimular cuando levantaba la vista y lo sorprendía observándola.
Liora, a su lado, le susurró:
—Deja de provocarlo, Veyra. No es un amigo. Es uno de ellos.
Veyra no respondió. No estaba segura de qué era Cassian, pero sabía que había grietas en su máscara disciplinada. Y si había grietas, había posibilidades.
Más tarde, en el pasillo que conducía a los dormitorios, el destino los cruzó de nuevo. Cassian revisaba las puertas con una carpeta en mano. Cuando Veyra pasó frente a él, se detuvo apenas un segundo.
—Deberías aprender a controlar lo que dices —murmuró, lo bastante bajo para que nadie más lo oyera.
Ella arqueó una ceja.
—¿Consejo o amenaza?
—Advertencia. No todos en este lugar… son tan pacientes como yo.
Veyra lo observó fijamente, tratando de descifrar qué se escondía detrás de esa máscara de disciplina. Por un instante, creyó ver una chispa de duda en sus ojos grises.
—Lo tendré en cuenta —respondió, antes de desaparecer en la penumbra del pasillo.
Cassian permaneció quieto, con el eco de sus palabras repitiéndose en su mente. No entendía por qué le hablaba, por qué no la reportaba como debía. Pero había algo en ella —esa furia contenida, esa voluntad imposible de domar— que lo atraía y lo incomodaba al mismo tiempo.