eco de la rabia
El día había sido más pesado de lo habitual. Los instructores parecían tensos, como si hubieran recibido órdenes más estrictas desde arriba. Los internos pasaron horas repitiendo consignas frente a las pantallas, hasta que la voz metálica del sistema quedó grabada en sus huesos.
Veyra apenas podía contener la frustración. Sentía la necesidad de gritar, de romper algo, de demostrar que aún tenía control sobre su propia voz. Pero sabía que debía esperar el momento adecuado.
En el comedor, cuando todos se alineaban para recibir las bandejas metálicas, escuchó un murmullo distinto al murmullo sumiso que solía reinar. Era una risa, breve, contenida, pero real. Veyra giró la cabeza y lo vio.
Un joven de cabello desordenado, con cicatrices frescas en los nudillos, estaba sentado solo, con la mirada fija en el dron que flotaba sobre sus cabezas. La risa se había escapado justo después de que el aparato emitiera una advertencia automática: “Mantenga la disciplina, unidad 728”.
En lugar de acatar, él sonrió con descaro.
Veyra no pudo evitar acercarse, arrastrando su bandeja. Se sentó frente a él sin pedir permiso.
—¿Qué tiene de gracioso un dron? —preguntó con voz baja.
El joven la miró de reojo, con una chispa peligrosa en los ojos oscuros.
—Que creen que nos tienen controlados, y en realidad… —hizo un gesto con la mano, como quien aparta una mosca— no entienden nada.
—¿Y qué entiendes tú? —lo retó ella.
Él inclinó la cabeza, como midiendo si podía confiar. Finalmente, sonrió.
—Que no soy el único que piensa que esto es una farsa.
Veyra lo observó con interés. Hacía tiempo que sospechaba que no estaba sola, pero era la primera vez que alguien lo decía tan claro frente a ella.
—¿Cómo te llamas?
—Kaelen —respondió, bajando la voz aún más—. Y antes de que preguntes, no, no me importa que el Consejo escuche. Que lo hagan. Que sepan que no voy a callarme.
Veyra arqueó una ceja.
—Valiente… o estúpido.
Kaelen se encogió de hombros.
—Un poco de ambos, supongo.
Por primera vez en mucho tiempo, Veyra soltó una risa sincera, breve pero real. Liora, que estaba a unos metros, la observaba con ojos amplios, como si no pudiera creer lo que veía.
Después de la cena, cuando los internos eran conducidos a sus dormitorios, Veyra sintió un roce en su mano. Fue Kaelen, que al pasar le dejó un pequeño trozo de tela arrugada. Cuando lo desplegó en la oscuridad de su litera, encontró unas palabras escritas con carbón improvisado:
"El Consejo no es eterno."
Ese mensaje fue como un golpe directo al corazón. Era lo mismo que Veyra había pensado mil veces, pero verlo escrito, tangible, le dio una fuerza nueva.
Esa noche no pudo dormir. Se revolvía bajo las sábanas, pensando en la chispa que acababa de encontrar en Kaelen. Alguien como ella. Alguien que no había sido quebrado.
Por la mañana, durante el entrenamiento, buscó su mirada en la multitud. Él le devolvió un gesto apenas perceptible: un asentimiento, una confirmación silenciosa.
En ese instante, Veyra comprendió que ya no estaba sola.
La rebelión, que hasta ahora había sido apenas una semilla, empezaba a tener raíces.