La guardiana de las almas perdidas

7 * La profecía

El viento aullaba con furia, como si la misma isla de Invernia gritara su aviso a los cielos. Desde las torres del castillo ancestral, Caelan MacRae observaba el horizonte con el ceño fruncido. Algo en el aire vibraba con una energía diferente, un eco antiguo que despertaba los instintos más profundos de su ser. Su lobo interior se removía inquieto, como si una fuerza primordial lo llamara desde más allá del tiempo y el espacio.

A su lado, Niamh MacGregor avanzó con la elegancia de una reina, su túnica escarlata ondeando al ritmo del viento. Había fuego en su mirada, la misma pasión que ardía en su linaje.

—Caelan, el Consejo de Sabios espera una respuesta —insistió, su voz sedosa y firme—. No podemos seguir retrasando nuestra unión. Nuestra boda traerá estabilidad a las manadas. Es lo correcto.

Pero Caelan apenas la escuchaba. Algo profundo y ancestral rugía en su sangre. El cielo, hasta hace poco despejado sobre Invernia, comenzó a oscurecerse con una rapidez antinatural. Nubes pesadas y negras se congregaron sobre la isla, retorciéndose como si la misma naturaleza se arrodillara ante un evento inevitable.

Un relámpago rasgó el firmamento con un destello espectral. Y entonces, la luna cambió.

El plateado habitual de su luz se tiñó de un rojo carmesí, un resplandor que parecía arder con el fuego de los dioses. Era un fenómeno imposible, un presagio escrito en la piedra y la sangre de su pueblo.

Los truenos rugieron en la distancia. El viento se convirtió en un aullido implacable. Desde los bosques, desde los riscos, desde cada rincón de la isla, los lobos alzaron sus voces en un canto ancestral. Una advertencia. Una bienvenida.

Niamh se estremeció. Se aferró al brazo de Caelan, sus uñas clavándose en su piel.

—¿Qué está pasando? —susurró, y por primera vez en su vida, en su voz vibró el temor.

Caelan cerró los ojos. No necesitaba ver para entender. Lo sintió en su carne, en su alma, en la esencia misma de su existencia. La profecía se estaba cumpliendo.

Y entonces, el viento pronunció un nombre.

Un susurro apenas audible para el mundo, pero atronador en su mente.

Eilidh.

Un nombre que nunca había escuchado antes. Y sin embargo, lo conocía.

Abrió los ojos y, en su mirada antes indescifrable, brilló un destello de certeza.

—Ella va a nacer.

Niamh empalideció. Sus labios se entreabrieron, pero ninguna palabra escapó. Un relámpago iluminó su rostro, y en su expresión se dibujó algo más oscuro que el miedo.

Las campanas de la torre estallaron en un repique frenético.

La tormenta había comenzado.

Tres días de oscuridad, de fuego y de revelación estaban por caer sobre Invernia.

El mundo jamás volvería a ser el mismo.

🌔🌓🌕🌗🌖

Caelan descendió las escaleras de la torre con pasos firmes, su capa oscura ondeando tras él como una sombra. Cada latido de su corazón retumbaba con el eco de un presentimiento. Al llegar a su despacho, sus ojos se encontraron con los de su Beta, Ewan , y su Delta, Blair. No hubo necesidad de palabras; bastó un cruce de miradas para comprender la magnitud de lo que estaba por venir.

—Reúnan al Consejo de Sabios —ordenó con voz grave—. Los quiero aquí de inmediato. ¿Dónde está Ailsa? Necesito hablar con ella ya.

Ewan asintió con rapidez y salió de la estancia sin dudar. Blair, por su parte, ya tenía en la mano un pergamino y una pluma, listo para enviar mensajes urgentes a las otras manadas.

—Comuníquense con los alfas —continuó Caelan—. Que todos se resguarden durante tres días. Y que la diosa Luna nos proteja.

El castillo se convirtió en un ir y venir frenético. Mensajeros partían a toda velocidad, águilas surcaban el cielo con órdenes selladas, y en las salas de comunicación, los emisarios se esforzaban por mantener contacto con los territorios más lejanos. No fue fácil; los alfas de las otras manadas se mostraron reacios a abandonar sus tierras en un momento tan incierto. Pero la autoridad de Caelan MacRae, Alfa Supremo, no podía ser cuestionada. Finalmente, cada alfa dejó sus dominios en manos de sus betas y deltas, y emprendieron el viaje hacia el castillo de las Tierras Altas.

Las horas pasaron con el peso de una tormenta inminente. Los primeros en llegar fueron Duncan MacGregor, Alfa de la Manada Luna de Fuego, seguido de Kyle MacTavish, líder de la Manada Luna de Piedra. Luego vinieron Eoin Murray, de la Manada Luna de Viento, y Aidan O´Donnelly, de la Manada Luna Mangata. Todos estaban reunidos. Todos salvo Ailsa, la vidente del Oráculo de la Luna.

El aire en la sala del consejo estaba cargado de tensión. Los alfas intercambiaban miradas inquietas, sin entender del todo por qué Caelan los había convocado con tanta urgencia. Afuera, el viento rugía con una fuerza sobrenatural, haciendo temblar los gruesos muros de piedra. El cielo empezó a retumbar con rayos y truenos acompañado de una lluvia jamás vista, que empezó a caer sobre las tierras de Invernia.

De pronto, Caelan sintió un golpe seco en su pecho. Un mareo repentino lo invadió. Trató de aferrarse a la mesa frente a él, pero la fuerza lo abandonó por completo. La visión se le nubló y sus rodillas cedieron.




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