La lluvia golpea con fuerza los ventanales del castillo MacRae mientras contemplo el horizonte desde la sala del trono. Desde aquí puedo ver el bosque que cubre las tierras de mi manada, y más allá, entre la niebla, las cumbres de las montañas que marcan la frontera con los clanes del oeste. El cielo está encapotado, gris y ominoso, como si Invernia misma reflejara el caos que se cuece en su corazón.
Desde hace semanas, los rumores de tensiones entre manadas se han multiplicado. Disputas por límites territoriales, desapariciones de mensajeros, asaltos en las rutas de comercio. La paz que tanto esfuerzo me ha costado mantener, parece pender de un hilo. Y yo... yo estoy cansado de tantas maniobras veladas, de las alianzas quebradizas y de las lenguas traicioneras del Consejo de Sabios.
Hoy he recibido a tres emisarios distintos antes del desayuno. Uno aseguraba que miembros del clan MacTavish han sido vistos cerca de un puesto fronterizo de los O'Donnelly. Otro afirmaba que los MacGregor están reclutando guerreros en secreto. Y el tercero... hablaba de visiones en los sueños de una sacerdotisa menor del clan Murray. Soñaba con fuego, con una loba que camina entre mundos.
Mi lobo está inquieto. Lo siento bajo mi piel, alerta, expectante. Como si supiera que se acerca una tormenta distinta a todas las que hemos vivido. Y tiene razón. La paz en Invernia nunca ha sido estable. Ha sido un equilibrio forzado, sostenido por promesas, miedo y la amenaza de mi poder. Pero con el despertar de Eilidh... todo puede cambiar.
Eilidh.
Desde que crucé el portal y la vi por primera vez, no dejo de pensar en ella. Hay algo en su esencia que me arrastra. Su mirada, su fuerza, su confusión tan humana... Y ese medallón. Cada vez que cierro los ojos, escucho su nombre, lo susurra el viento, lo gritan los elementos. Mi alma la reconoce. Y mi lobo la ha aceptado como su mate desde el primer aliento.
Pero nada es sencillo en mi mundo.
Un golpe seco en la puerta interrumpe mis pensamientos. No espero visitas.
—Adelante —gruño, sin apartar la vista del ventanal.
La puerta se abre con un chirrido suave, y el aroma a rosa negra y canela llena la estancia antes de que la vea. Niamh.
Camina con su porte habitual, erguida, orgullosa, vestida con una capa de terciopelo rojo que arrastra tras de sí como una sombra. Su rostro está tan bello como siempre, pero sus ojos arden con una emoción que no puedo descifrar del todo.
—No fui anunciada —dice con un deje de provocación en la voz—. Pero dudo que a estas alturas necesite permiso para entrar al castillo que será mi hogar.
—Este castillo dejó de ser tu destino hace mucho —respondo sin girarme.
Siento su presencia deteniéndose a unos pasos de mí.
—No para los demás. El Consejo sigue esperando la unión entre los MacRae y los MacGregor. Es lo que se espera de ti. Y lo sabes.
Aprieto los puños. No por miedo, sino por frustración. Porque sé que tiene razón. Pero esa unión jamás volverá a ser posible.
—Las cosas han cambiado.
—¡No deberían haber cambiado! —espeta, alzando la voz por primera vez—. ¡Yo estuve a tu lado cuando todos dudaban! ¡Renuncié a todo por ti, Caelan!
Al fin me giro, enfrentando su mirada. Y lo que veo en ella es furia... pero también herida. Dolor.
—Y yo te advertí desde el principio que el compromiso era una medida política. Nunca te prometí mi alma.
Sus labios tiemblan.
—Pero tu alma ya tiene dueña, ¿no es cierto? Dicen que has estado en el otro mundo... Que has conocido a una humana. ¿Es ella? ¡Dime que no es esa humana corriente la que te hace renunciar a todo!
No respondo.
El silencio lo dice todo.
Ella da un paso atrás, como si la hubiera golpeado.
—Estás cometiendo un error. El mundo está cambiando. No es momento de seguir el corazón. Es momento de hacer lo que es correcto. Para las manadas. Para Invernia.
La observo un segundo más, y mi voz sale tan firme como el acero.
—Y por eso mismo, no me casé contigo.
Niamh me mira con una mezcla de odio y desesperación, pero ya no dice nada. Gira sobre sus talones y se marcha, dejando tras de sí el eco de una historia que nunca fue.
Respiro hondo, y mis dedos se cierran con fuerza sobre el marco de la ventana.
Invernia está al borde del abismo. Y mi corazón también.
Las puertas se cerraron tras Niamh con un golpe sordo que resonó por toda la sala. Me quedé un instante en silencio, contemplando el vacío que había dejado su presencia, y por un momento, me sentí agotado. No físicamente, sino en el alma. El peso de liderar Invernia comenzaba a calarme los huesos.
Sentí la necesidad de salir de esa sala, de respirar algo que no fuera protocolo ni tensión. Crucé los pasillos en silencio, hasta llegar a la sala de entrenamiento, donde Ewan estaba afinando una de las espadas ceremoniales que usábamos en los rituales de la Luna llena.
Alzó la vista al verme y, sin decir nada, me lanzó una toalla limpia. La atrapé al vuelo y me la pasé por la cara, como si eso pudiera arrancarme el cansancio del alma.