Jamás imaginé algo así.
Toda mi vida había sido una orfandad silenciosa, un eco constante de vacíos y ausencias. No había tenido madre a quien abrazar, ni abuela que me contara historias, ni hogar verdadero donde anclarme.
Y ahora... ahora estaba envuelta en los brazos de tres mujeres de carne y hueso que afirmaban ser mi sangre, mi legado, mi familia.
Me dejé abrazar, temblando, sin poder controlar las lágrimas que corrían libremente por mi rostro. Una parte de mí gritaba que era imposible, que debía estar soñando. Pero otra parte, más profunda, más antigua, sabía que aquello era real.
Cuando nos separamos, vi sus rostros. Mi madre. Mi abuela. Mi tatarabuela. Sus ojos verdes, su cabello rojizo, sus sonrisas temblorosas… Era como mirar en un espejo de generaciones.
Mi madre tomó mi rostro entre sus manos. Sentí el calor, la vida en su tacto. Algo dentro de mí, algo que llevaba demasiado tiempo dormido, se encendió.
—Te he echado tanto de menos, mi pequeña —susurró.
Me mordí el labio para no sollozar otra vez.
—Yo… —Mi voz se quebró—. Pensé que estaba sola. Que no tenía a nadie.
Ella me abrazó más fuerte, como si quisiera borrar de mi piel cada año de soledad.
—Nunca estuviste sola, Eilidh. Siempre hemos estado contigo, aunque tú no pudieras vernos.
Me condujeron a una sala acogedora, privada, iluminada por la luz cálida de la chimenea. Cada rincón, cada objeto, respiraba historia. Era como haber cruzado a un mundo que había estado esperando por mí durante siglos.
Nos sentamos en sillones tapizados con bordados de lunas y lobos. Me sentía desbordada, pero increíblemente feliz. Como si, por fin, cada pieza perdida de mí estuviera volviendo a su lugar.
—Debes conocer la verdad de tu linaje —dijo mi abuela, su voz serena y solemne.
Asentí, dispuesta a escuchar todo.
Me hablaron de las Guardianas de las Almas Perdidas. Mujeres nacidas para proteger a los que vagaban entre dimensiones, a los que se perdían en los pliegues del tiempo. Me contaron que mi destino era grande, antiguo, inevitable.
Tragué saliva, luchando por asimilar cada palabra.
—¿Y mi bisabuela? —pregunté con voz débil, recordando el retrato incompleto en la biblioteca.
Un silencio pesado cayó sobre la sala. Mi tatarabuela fue quien rompió el hielo.
—Ella... eligió no aceptar el legado. Y su alma… se apagó tras darle la vida a tu abuela.
El dolor empañó sus ojos.
—¿Murió? —susurré.
Mi madre asintió, acariciándome la mano con ternura.
—Al terminar de parir, su cuerpo se desintegró. La diosa Luna la acogió entre sus estrellas.
Cerré los ojos un instante, sintiendo un nudo en la garganta. Una tristeza dulce y antigua se mezcló con la alegría vibrante de no estar sola.
Yo pertenecía a algo. A alguien. A un linaje.
Me ofrecieron una taza de infusión caliente. El aroma de hierbas y flores silvestres llenó mis sentidos. Me aferré al cuenco como si fuera un ancla. Todo era tan extraño, tan extraordinario, que temía que al soltarlo, este sueño se desvaneciera.
Después de aquella emotiva reunión junto al fuego, las emociones me tenían agotada, pero no quería irme aún. Necesitaba procesarlo todo.
Después me mostraron mi habitación.
Una alcoba mágica en la torre norte de la fortaleza, con vistas a los bosques eternos de Invernia. Era una estancia preciosa, de paredes de piedra viva cubiertas de tapices, una chimenea de mármol blanco y una cama inmensa con dosel bordado. Las cortinas de lino blanco ondeaban con la brisa, y en las paredes, símbolos ancestrales parecían vibrar bajo la luz de la luna.
Mis ojos se posaron en un armario de roble tallado, antiguo y majestuoso. No pude resistir la curiosidad y lo abrí.
Mi boca se abrió en un gesto de asombro.
Dentro, perfectamente colgados, había vestidos de época: faldas amplias, corsés bordados, capas de terciopelo... y, entre todo ello, suaves camisones de lino blanco, con encajes delicados en los bordes.
Pasé la mano con reverencia sobre las telas. Cada prenda parecía tener siglos de historia.
—Madre mía... —murmuré, sonriendo.
Nunca me había vestido así. Yo, acostumbrada a mis jeans, sudaderas y camisetas básicas... ahora me veía frente a ropas que parecían salidas de un cuento.
Finalmente, saqué uno de los camisones. Era sencillo pero precioso, de tela ligera, adornado con bordados diminutos en el cuello y las mangas.
Decidida, me cambié, soltándome el cabello para estar más cómoda..
Me miré de reojo en el espejo.
Parecía otra persona.
O quizás… la verdadera yo que siempre había estado oculta.
Salí al balcón de piedra. El cielo nocturno estaba cubierto de nubes pesadas, pero entre ellas, la luna pálida brillaba, observándome.