La guardiana de las almas perdidas

16 * El juego de los celos

Una mañana, mientras hojeaba un libro de botánica mágica en el salón principal, lo vi acercarse.
Su presencia era imposible de ignorar.
La manera de caminar como un depredador elegante, su rostro serio, su cabello oscuro cayéndole sobre la frente, y esos ojos... esos ojos azul tormenta clavados directamente en mí.

—Eilidh —dijo con su voz grave, cargada de autoridad—. Creo que ha llegado el momento de presentarte al Consejo de Sabios y a los demás alfas de las manadas.

Dejé caer el libro sobre mis piernas, parpadeando.

—¿Presentarme... a todos?

Asintió.

—Han oído rumores. Debemos hacerlo oficial. Que sepan quién eres... y que estás bajo mi protección.

Su forma de decirlo me provocó un escalofrío. Protección... ¿o posesión? No estaba segura de querer analizarlo demasiado.

Caelan me explicó, en pocas palabras, que en la próxima reunión del Consejo de Sabios estarían presentes los líderes de las cuatro manadas principales de Invernia.
Que no debía preocuparme.
Que él estaría a mi lado.

"Sí, claro", pensé, observándolo. Con esa cara y ese cuerpo, cualquiera se sentía a salvo… o completamente expuesta.

—Está bien, pero tengo una petición importante que hacerte.

Me pude adaptar a muchas cosas en este mundo: a la magia, a los entrenamientos, a la sensación de pertenecer a algo más grande.
Pero había algo con lo que simplemente no podía lidiar: la ropa interior de esta época.
O, mejor dicho, de hace siglos.

—Necesito ir a visitar a Brighid y recoger algunas cosas de mi apartamento —anuncié—. No pienso seguir usando ropa interior del siglo diecisiete.

Las cejas de Caelan se arquearon en una expresión divertida.

—¿Ropa interior del siglo diecisiete? —repitió, luchando por contener una sonrisa.

Me crucé de brazos, exasperada.

—No te hagas el inocente —resoplé, poniéndome de pie—. ¡Tú no tienes que usar camisones ni bragasde abuela!

Él soltó una carcajada ronca que reverberó en las paredes de piedra.
Por la Luna, esa risa suya podría fundir el hielo de las montañas.

Y así fue como, un par de días después, estábamos frente a la puerta de mi pequeño apartamento en Edimburgo.

Tragué saliva antes de abrir.
Era la primera vez que Caelan cruzaría a mi mundo humano.

Me sentía vulnerable.
Expuesta.

Él entró en silencio, sus pasos firmes sobre la madera, sus ojos devorándolo todo.

—Es pequeño —comentó finalmente—. Pero acogedor.
Huele a ti.

Parpadeé, sorprendida.

—Gracias... ¿supongo?

Me precipité hacia la habitación para recoger ropa y algunas cosas necesarias. No quería que se pusiera a inspeccionar cada rincón de mi vida privada.

Pero claro, el universo tenía otros planes.

Abrí el cajón de la ropa interior… y, para mi desgracia, un diminuto tanga de encaje rojo cayó al suelo.
Justo cuando Caelan entraba en la habitación.

Se agachó antes que yo, recogiendo la prenda entre sus grandes dedos, examinándola con una concentración casi reverente, como si tuviera entre las manos un objeto sagrado o un arma peligrosa.

—¿Qué es esto? —preguntó, genuinamente curioso.

Sentí que mi rostro ardía.

—¡Eso... eso es...! —balbuceé, arrebatándole el tanga—. ¡Ropa interior! Femenina.

Su ceja se alzó lentamente, como si aquello fuera lo más fascinante que había visto en su vida.

—¿Interior...? —repitió, su voz grave acariciando cada sílaba—. ¿Tú... llevas esto?

—¡Sí! —espeté, cada célula de mi cuerpo en llamas—. ¡Y no es asunto tuyo!

Pero el daño ya estaba hecho.

Vi el cambio inmediato en su cuerpo.

Su postura se tensó.

Sus ojos oscurecieron.

Y bajo su falda escocesa... bueno, era bastante obvio que su imaginación había hecho el resto.

Abrí la boca para decir algo, pero no salieron palabras. Caelan soltó un gruñido gutural y dio un paso atrás, frotándose la nuca con una mano en un gesto de tensión reprimida.

—Será mejor que te des prisa, bibliotecaria —gruñó con voz rasposa—. Antes de que haga una estupidez muy grande.

Me zambullí en el armario como si me persiguiera el mismísimo diablo, luchando contra la risa nerviosa y... la otra sensación.
La que quemaba lentamente en mi vientre.

Deseo.
Incontrolable. Salvaje. Apabullante.

Una hora después, con la mochila lista, entrabamos a mi Biblioteca, a saludar a Brighid.

El trayecto fue rápido, pero el aire entre nosotros estaba cargado de electricidad.

Sabía, en lo más profundo, que aquella chispa no tardaría en prender un incendio.




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