—Eres un idiota.
—Y tú una testaruda.
—¡No me hables así!
El tono en la voz de Eilidh era tan afilado como una daga. Sus mejillas ardían, y su corazón latía desbocado en su pecho, martilleando contra sus costillas como si quisiera escapar. Había jurado que mantendría la compostura, que no se dejaría arrastrar por la vorágine de emociones que Caelan desataba en ella. Pero él... él tenía el maldito don de sacarla de quicio con cada palabra, con cada mirada cargada de autoridad y desafío.
—No tenías derecho a hacer eso —escupió, cruzándose de brazos con gesto desafiante.
Caelan, con su postura firme, los pies plantados en la tierra como un roble centenario, la observó en silencio. Esa maldita expresión de superioridad, esa quietud casi inhumana, como si nada pudiera afectarlo, solo aumentaba la furia de Eilidh.
—Hice lo que era necesario —respondió él finalmente, su voz baja y controlada, como un trueno lejano que presagiaba tormenta.
—¿Ah, sí? —replicó ella, dando un paso hacia él, retándolo—. ¿Y qué era necesario? ¿Dejar que ESA mujer te pusiera las manos encima?
Los ojos de Caelan brillaron con un destello peligroso. Por un momento, pareció que todo el aire a su alrededor se cargaba de electricidad.
—No es asunto tuyo —dijo, en un tono que pretendía ser cortante.
—¡Por supuesto que lo es! —Eilidh explotó, incapaz de contener la marea de sentimientos que la desbordaba—. ¡Tú eres un…!
—Cállate —interrumpió Caelan, su voz más grave ahora, como un rugido contenido.
Eilidh parpadeó, desconcertada, pero el enojo, la indignación y algo más profundo que no quería reconocer, la impulsaron a continuar.
—¡No voy a callarme! Porque resulta que…
—Cállate, Eilidh —repitió él, esta vez con una advertencia peligrosa en su voz.
—¡No, Caelan, tú no puedes decidir cuándo…!
No terminó la frase. No pudo. En un abrir y cerrar de ojos, Caelan la atrapó por la cintura y la arrastró hacia él, sus cuerpos chocaron con una fuerza que le robó el aliento. Antes de que pudiera entender lo que estaba pasando, sus labios capturaron los de ella en un beso abrasador.
No fue un roce tímido, no fue un gesto contenido. Fue un beso arrollador, primitivo, devastador. Un beso que la despojó de toda resistencia, que la sumergió en un torbellino de sensaciones desconocidas. Eilidh sintió que el mundo entero se tambaleaba, que el suelo bajo sus pies desaparecía. No había nada más, solo el calor de su boca, la fuerza de sus brazos, la electricidad que chisporroteaba en el aire a su alrededor.
Cuando Caelan se separó, ambos jadeaban, sus respiraciones se entrecortaban en el silencio denso que los envolvía. Eilidh lo miró, con los ojos muy abiertos, el pecho subiendo y bajando rápidamente, el corazón convertido en un tambor de guerra.
—¿Por qué me besaste? —susurró ella, su voz apenas un hilo trémulo.
Caelan sostuvo su mirada, sus ojos azules oscuros como la noche antes de una tormenta.
—No parabas de hablar —respondió él, encogiéndose ligeramente de hombros, como si eso lo explicara todo.
El silencio cayó de nuevo entre ellos, pero no era un silencio vacío. Era denso, cargado, palpitante. Un puente invisible de energía vibraba en el aire, uniendo sus cuerpos, sus almas.
Y entonces, como si una fuerza más poderosa que su voluntad los arrastrara, se lanzaron el uno hacia el otro. No hubo palabras, solo el choque desesperado de labios, la fusión de sus cuerpos necesitados.
Alrededor de ellos, algo extraordinario ocurrió. La naturaleza misma respondió a su unión: el viento se arremolinó en torno a sus figuras, enredando el cabello de Eilidh y agitando el kilt de Caelan; el murmullo del arroyo cercano se elevó en un canto salvaje, salpicando gotas de agua que flotaban en el aire como diamantes; la tierra bajo sus pies tembló, como si la mismísima isla de Invernia latiera al ritmo de sus corazones desbocados; y pequeñas chispas doradas, como destellos de fuego, comenzaron a brillar en el aire, girando a su alrededor en una danza mágica.
Los cuatro elementos —aire, agua, tierra y fuego— se unieron en una coreografía ancestral, celebrando una unión destinada a cambiar el destino de su mundo.
Eilidh sintió cómo una parte de ella, hasta ahora adormecida, despertaba. Como si una llave invisible hubiera abierto la puerta de algo inmenso, algo que siempre había llevado dentro. No solo era deseo. No solo era pasión. Era algo mucho, mucho más grande.
Caelan, con sus manos firmes sosteniéndola como si fuera su ancla y su salvación, también lo sintió. Y en lo profundo de su lobo, en lo más íntimo de su ser, supo que no había vuelta atrás.
Y sin saber cómo, con ese beso, sellaron un pacto que ni los dioses podrían romper.
Caelan no pensó. No planeó.
Simplemente actuó.
Sus dedos atraparon la muñeca de Eilidh con una firmeza que no admitía discusiones, pero sin dureza.
La miró, buscando en sus ojos algún atisbo de duda.
Solo encontró deseo. Confusión. Hambre.
Y algo que encendió una chispa ancestral en lo más profundo de su ser: confianza.