La guardiana de las almas perdidas

18 * Una loba

Desperté con ella en mis brazos.

Durante un instante, no supe si seguía soñando.
Eilidh dormía, acurrucada contra mi pecho, su cabello desparramado como un río de fuego sobre las sábanas.
Sentía su respiración contra mi piel, tranquila, serena.
Su aroma, mezcla de los cuatro elementos y magia, me envolvía, llenándome el pecho de un calor difícil de describir.

La abracé más fuerte, sin despertarla, necesitándola cerca, necesitándola real.

La marca ardía en mi cuello, y la sentía en ella también, latiendo como una llama viva.
Nuestro vínculo.
Nuestro destino.

Cerré los ojos un instante.
Y di gracias.

Gracias a la Diosa Luna, Selene, que hacía veinticinco años me había hablado en sueños, en la noche en que el cielo se oscureció y la tormenta rugió durante tres días.
Fue ella quien me susurró su nombre …Eilidh. Y me informó que la Loba Emperatriz había nacido.
Que sería mi compañera.
Mi luna.
Mi hogar.

Recordarlo me apretó el pecho.

Yo era apenas un joven entonces. Tenía un compromiso pactado con Niamh MacGregor.
Toda Invernia esperaba que cumpliera esa unión.
Pero tras aquella visión, supe que no podía.

Rompí el compromiso.
Elegí esperar.

Elegí creer.

Aún recuerdo el día que ayudé a las Guardianas a llevar a Eilidh al mundo humano.
Recuerdo haberla sostenido entre mis brazos, tan diminuta, tan frágil...
Una pequeña llama en peligro de ser apagada antes de tiempo.

La envolví en una manta, la acuné junto a mi pecho, y juré ante Selene que la protegería, que esperaría por ella, que no importaría cuánto tiempo llevara.

Ahora...

Ahora la tenía entre mis brazos de nuevo.
No como una bebé indefensa.
No como una promesa lejana.

Sino como mi mujer.
Mi hembra.
Mi luna.

Pasé los dedos despacio por su espalda desnuda, trazando líneas invisibles sobre su piel.
Cada caricia era una oración silenciosa, una promesa renovada.

Torann, mi lobo, ronroneaba de satisfacción en lo más profundo de mí.
Él también la reconocía.
Él también había esperado.

La miré dormir.

Fuerte y vulnerable a la vez.
Valiente y hermosa como solo una Loba Emperatriz podía serlo.

Una parte de mí aún no entendía cómo había sobrevivido tantos años sin ella.
Ahora, no podía imaginar un solo amanecer sin su calor en mi cama, sin su risa en mis días, sin su fuego en mi alma.

Eilidh.

Mi compañera.
Mi guardiana.
Mi destino.

Y por los cielos, jamás dejaría que nada nos separara.

Despertar entre sus brazos fue como abrir los ojos por primera vez.
Era todo tan real, tan nuevo, tan inmenso.

Durante un instante, me quedé allí, quieta, respirando su aroma, dejándome envolver por la paz que me daba el hecho de que él estaba aquí, de que nos habíamos encontrado. Pero, al mismo tiempo, sentía que había algo más, algo más profundo que simplemente el calor de su cuerpo pegado al mío.

Nuestros corazones latían como uno.

Era tan claro que mi pecho se hinchaba con cada respiración compartida. La marca en mi cuello, la que él me dejó, ardía de manera suave, como si mi cuerpo hubiera aceptado por fin que Caelan MacRae era mi destino. No importaba cuánto tiempo hubiera pasado, ni cuántas vidas hubiera vivido. Todo había sido para llegar a este momento. Y, sin embargo, no podía evitar sentir que el resto del mundo se desvanecía cuando estábamos así, entrelazados, sin palabras, sin necesidad de que nada más importara.

Al fin, me decidí a moverme ligeramente, rozando mis labios contra su pecho, buscando su mirada.

Caelan estaba despierto. Sus ojos se abrieron, y me miró con esa intensidad que nunca podría acostumbrarme a ella. Era como si a través de su mirada pudiera ver todo lo que él había sido antes de conocerme, todo lo que somos ahora, y todo lo que podríamos llegar a ser. La conexión era tan palpable, que sentí que la habitación a nuestro alrededor se desvanecía, que nosotros dos éramos el centro de un universo que giraba solo para nosotros.

—Buenos días, salvaje —murmuré con la voz aún ronca por el sueño.

Me sentí ligeramente sonrojada al ver cómo sus labios se curvaban en una sonrisa que solo yo podía provocar. Me acarició el rostro con la yema de los dedos, sus ojos azules brillando con algo que no pude identificar completamente. No era solo deseo. Era más, algo mucho más profundo que un simple deseo físico.

—Buenos días, mo gràdh (mi amor) —respondió en ese susurro tan suyo, tan íntimo, como si estuviera hablándome directamente al alma.

Me quedé un momento en silencio, sumida en el calor de su abrazo. Era como si el tiempo se hubiera detenido solo para nosotros. Su cercanía, su presencia, todo en él me hacía sentir que no había nada más que importara, que la vida de antes, con sus rutinas aburridas y su falta de propósito, ya no significaba nada. Todo había cambiado en un abrir y cerrar de ojos. Yo había llegado aquí, a este lugar donde la magia y el destino se entrelazaban con el roce de su piel, con cada palabra que salía de su boca.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.