Larah llegó corriendo a la habitación de su hermano Lucas. Los juguetes estaban esparcidos por todo el piso como si una tormenta hubiera pasado por allí.
En medio de la habitación, sobre la alfombra, una criatura regordeta reía a carcajadas. Tenía barba de chivo, orejas puntiagudas, y patas de cabra. Brincaba en la cama como un niño travieso.
—¡¿Dónde está mi hermano, Lucas?! —gritó Larah con fuerza.
El sátiro detuvo su salto y se giró con una sonrisa traviesa.
—Niña fea, niña fea. ¿Quieres jugar? ¡Soy el Sátiro Olivo!
—Muy bien —respondió Larah con firmeza—. Si quieres jugar, juguemos.
El sátiro dio un salto y sacó una flauta.
—¿Qué quieres jugar?
—Un concurso de canciones. Si gano, me entregas a Lucas.
—¡Acepto! —chilló Olivo—. Pero solo si me vences.
Pempe se subió al hombro de Larah y susurró:
—Los sátiros cantan muy bien… este solo quiere lucirse.
—Debemos ayudarla —dijo Tea, subiéndose al otro hombro—. ¡Rimas! ¡Palabras mágicas!
Larah se arrodilló junto a la cama y empezó a escribir en un papel que encontró entre los juguetes. Sus amigos volaban a su alrededor, sugiriendo versos y melodías.
—Cinco minutos —dijo Olivo—. ¡Yo ya terminé!
—¡Vamos Larah, tú puedes! —susurró Tea.
Larah no levantó la mirada. Su mente volaba entre nombres, recuerdos y sonidos. Cuando estuvo lista, se puso de pie.
—¡Se acabó el tiempo! —gritó el sátiro.
Justo en ese momento, un torbellino de pétalos apareció y la ninfa Sueño bajó del aire y se sentó en el suelo.
—Yo seré la jueza —dijo con voz cantarina—. Que empiece el mejor.
—¡Yo primero! —gritó Olivo.
Empezó a tocar su flauta, y de inmediato la habitación cambió. Parecía que todo flotaba, como si las paredes respiraran. La melodía era suave, como una brisa en primavera. Larah sintió que se acurrucaba en una cama cálida, en un día lluvioso. Sus párpados pesaban.
Pempe y Tea cayeron dormidos sobre su cabeza.
—No... no debo... —murmuró Larah, pellizcándose la mano para mantenerse despierta.
Cuando Olivo terminó, la habitación volvió a su lugar. La ninfa aplaudió con elegancia.
—Tu turno, guardiana.
Larah respiró hondo. Miró su hoja y comenzó a cantar con voz firme:
“Sátiro Olivo, brinca sin miedo,
juega en la cama, canta sin freno.
Pero yo busco, con todo mi amor,
a Lucas, mi hermano, mi dulce valor.
Ana trepa alto, Sara brilla fuerte,
Carlos y Zack dan vida a la suerte.
Somos familia, en lluvia o en sol,
con risa y magia, con ritmo y tambor.”
Al terminar, el silencio llenó la habitación. Hasta el sátiro se quedó quieto.
La ninfa se levantó con lentitud y declaró:
—Y el ganador de este duelo musical es… ¡Larah!
El sátiro lanzó un chillido agudo y empezó a brincar, tirando juguetes por todas partes.
—¡Basta! —dijo Larah, tomándolo por el brazo y abrazándolo—. Tu canción fue hermosa. Espero que algún día seamos amigos… pero ahora necesito a mi hermano.
El sátiro se quedó en silencio por un instante. Luego asintió con tristeza y tocó una nueva melodía, más suave, más dulce.
Junto a él, apareció Lucas, dormido, como si nunca se hubiese ido.
Larah lo tomó entre sus brazos. Antes de irse, escuchó la risa del sátiro, que desapareció entre un torbellino de hojas secas.