Larah entró al cuarto del bebé. Todo parecía normal: la música sonaba suave, los peluches estaban ordenados… pero la cuna estaba vacía.
—Como dijo la Ninfa… revisa más —dijo Tea, volando inquieta sobre ellos.
Larah levantó las sábanas y el colchón, hasta que de repente… el suelo cedió.
No tuvo tiempo de gritar. Solo vio cómo Pempe y Tea giraban en el aire antes de que todos cayeran a un vacío profundo.
El golpe no llegó. Aterrizaron sobre algo blando.
—¿Dónde… estamos? —preguntó Larah, incorporándose.
—El suelo… ¡es suave! —dijo Pempe, rebotando feliz.
Todo el lugar parecía hecho de colchones. Una media luz los envolvía. El aire era cálido, casi sofocante, y se oían respiraciones lejanas.
—Este es otro mundo… el de alguna criatura —susurró Tea, posándose en su hombro.
Caminar era difícil, así que empezaron a gatear. A medida que avanzaban, aparecieron huevos de todos tamaños: negros como la noche, blancos con puntos verdes. Rodaban lentamente, como si tuvieran vida propia.
—Vienen de allá… —dijo Pempe, señalando un enorme nido hecho de almohadas multicolores.
En el centro, dormía un dragón gigantesco, de escamas negras con tonos verdosos. Sus garras protegían varios huevos. De su cuerpo salía un humo oscuro, y sus ronquidos hacían temblar el aire.
Larah se acercó despacio.
—B-buenas… señor dragón —dijo, con la voz temblorosa.
El dragón abrió los ojos y se irguió, estirando sus alas enormes. La miró con intensidad.
—¿Quién eres, humana? ¿Cómo te atreves a entrar en mis dominios?
Larah tragó saliva. Pempe y Tea se escondieron detrás de ella.
—Soy Larah… la Guardiana. Vengo a buscar a mi hermana.
—¿Guardiana de qué? Aquí no hay más humanos que tú.
—Mi hermana pequeña… Kim. Sé que está aquí. Por favor, si la has visto…
Una risita suave interrumpió sus palabras. Desde entre las patas del dragón, gateando, apareció Kim, riendo feliz.
—¡Kim! —gritó Larah, corriendo hacia ella.
El dragón la alzó con una de sus garras y le dio un beso.
—Esta es mi hija. Nació hace poco.
—¡No! Te equivocas. Ella no nació de un huevo… tiene un año. Es mi hermana. ¡La amo! —exclamó Larah, llorando—. ¡Por favor, no me la quites!
El dragón la miró con dureza.
—¿Cómo entraste aquí? Nadie puede entrar a mis territorios sin mi permiso. ¿Sabes quién soy?
—Eres un dragón… pero yo soy Larah, la Guardiana de aquellos sin voz, los que han sido olvidados. Por eso pude entrar.
El dragón guardó silencio unos segundos.
—Hace días, un ogro trató de cruzar. No pudo. Después… apareció ella. La llamé Destructora, como yo… La Gran Destructora de las Sombras.
—Te lo demostraré: ella es mi hermana. El ogro la quiere. Debo protegerla —rogó Larah.
El dragón salió del nido. Su tamaño era imponente. Se acercó lentamente a Larah, con ojos brillantes.
—Me alimento del miedo, niña. Soy un dragón de la oscuridad. ¿De verdad crees que tú puedes mantenerla más a salvo que yo?
Larah tembló. El miedo la envolvía como un abrigo frío.
—¿Cómo te demostramos que podemos protegerla? —dijo Pempe, temblando también.
El dragón los observó un largo momento.
—Pequeña de traje rojo… si derrotas al ogro, te la devolveré. Sé que no es mía. Pero como madre… no puedo dejar a una bebé en peligro.
Larah bajó la mirada. Apretó los puños con fuerza. Las lágrimas corrían por su rostro.
—Está bien… cuídala. Pero prométeme que me la devolverás cuando todo esté a salvo.
La madre dragón asintió. Acercó a Kim a Larah. La niña la abrazó con fuerza, temblando, sin querer soltarla.
—Cuenta con mi apoyo para vencerlo. Ahora vete.
Larah besó a Kim una última vez y echó a correr, con Pempe y Tea tras ella. No sabía adónde iba, solo sabía que debía salvarlos a todos.
Cuando volvió en sí, ya estaban de regreso en el cuarto del bebé.
—¿Qué debemos hacer ahora? —murmuró, mirando al suelo.
—Creo que es hora de pelear —dijo Tea.
—¡Es hora de usar toda mi fuerza de gnomo! —gritó Pempe.
—Y yo… te daré toda la magia que me queda —susurró Tea, poniéndose sobre su cabeza.
Larah salió del cuarto. La casa estaba en silencio total.
La puerta del cuarto de su madre… estaba abierta.
Se acercó.
Al entrar, la puerta se cerró con un clic. Y allí, en medio del cuarto, el Ogro Fiu Fiu sonreía.