La tarde seguía su curso en Kandor. Los rayos del sol atravesaban las amplias ventanas de la habitación asignada a Aiden, llenando el espacio con una luz dorada que acentuaba los lujosos detalles de la decoración. Sentado en el borde de la cama, sostenía su tridente en una mano, observándolo en silencio.
El arma tenía un brillo peculiar, no del tipo que reflejaba simplemente la luz del sol. Era algo más profundo, como si la energía misma de su portador se filtrara hacia la superficie. Aiden pasó los dedos lentamente por las intrincadas marcas que recorrían el metal.
—Tantos años conmigo, y aún así siento que no sé nada de ti —murmuró, casi como si esperara una respuesta.
El tridente permaneció en silencio, pero una ligera vibración recorrió su estructura, tan sutil que podría haber sido su imaginación. Aiden frunció el ceño y lo sostuvo frente a él, girándolo para examinarlo con más detenimiento.
—Siempre apareces cuando más te necesito. Pero… ¿quién te creó? ¿Por qué estás conmigo? —preguntó, con la voz cargada de curiosidad.
De repente, una sensación extraña invadió la habitación. El aire se tornó denso, como si alguien más estuviera presente. Aiden se incorporó, alerta, pero no vio a nadie. Sus ojos dorados volvieron al tridente, y entonces lo sintió: una conexión débil pero palpable, algo que no estaba allí antes.
—¿Qué demonios…? —susurró, con un leve escalofrío recorriéndole la espalda.
Por un instante, el tridente pareció responder con un brillo tenue, un destello fugaz que se apagó tan rápido como había aparecido. Aiden retrocedió un paso, observándolo con recelo.
—Esto no es normal —murmuró, mientras una sensación de familiaridad lo invadía, como si ese fenómeno hubiera ocurrido antes, aunque no pudiera recordarlo con claridad.
El joven guerrero cerró los ojos y respiró profundamente, tratando de calmarse. Cuando volvió a abrirlos, algo había cambiado. Las marcas del tridente parecían moverse, reconfigurándose lentamente, como si estuvieran vivas.
—¿Quién eres? —preguntó en voz baja, casi temiendo la respuesta.
El silencio fue su única respuesta, pero la vibración en el arma se hizo más fuerte. Era como un latido, constante y firme. Aiden entrecerró los ojos y apretó los dientes.
—Si tienes algo que decir, dilo —espetó, sujetando el tridente con más fuerza.
Una voz lejana, apenas un susurro, se filtró en su mente. Era baja, grave, y tenía un tono desgastado por el tiempo.
—Ziz…
Aiden se quedó inmóvil, con la mirada fija en el arma.
—¿Ziz? ¿Eso es tu nombre? —preguntó, aunque no esperaba respuesta.
Pero la vibración se detuvo, y el tridente pareció volver a la normalidad. El ambiente pesado desapareció, dejando a Aiden con más preguntas que respuestas.
Guardó silencio, todavía sosteniendo el arma, y dejó escapar un largo suspiro.
—No sé qué eres, pero supongo que lo averiguaré con el tiempo.
Mientras tanto, desde el balcón de la ventana, alguien observaba en silencio. La figura, apenas visible entre las sombras, parecía estar analizando cada movimiento de Aiden con atención.
—Parece que finalmente has descubierto lo que tienes en las manos —dijo la voz con calma, rompiendo la quietud.
Aiden, inmerso en su conexión con el tridente, levantó la mirada sobresaltado. Giró rápidamente hacia el balcón y, al reconocer al intruso, su expresión pasó del desconcierto a la incredulidad.
—¿Herrero? ¿Qué haces aquí? —preguntó, frunciendo el ceño. Su tono era una mezcla de sorpresa y desconfianza—. ¿No habías dicho que tendría una prueba?
El herrero, un hombre de porte imponente y presencia tranquila, permanecía apoyado en el marco del balcón con una ligera sonrisa en los labios. Su llegada era inexplicable, considerando las estrictas protecciones de la mansión, pero no parecía estar preocupado en lo más mínimo.
—La acabas de superar —respondió con serenidad, como si la respuesta fuera obvia.
Aiden lo miró con escepticismo, todavía sosteniendo el tridente con fuerza.
—¿De qué hablas? —preguntó, confundido.
El herrero se adentró en la habitación, sus pasos firmes resonando contra el suelo. Sus ojos no se apartaban del tridente mientras comenzaba a hablar con un tono grave y lleno de intención.
—Lo que tienes en tus manos no es un arma común. Es un arma viviente. Aunque el término suene literal, no están realmente vivas, pero poseen una esencia única que las distingue del resto. Existen cuatro tipos principales de armas vivientes.
Aiden lo escuchaba en completo silencio, atento a cada palabra.
—Primero, están las armas unitarias, como la que portas. Estas son extremadamente raras. Solo aceptan a un único portador y están destinadas a servirle durante toda su vida. Luego están las pasantes o libres, que buscan continuamente al usuario perfecto. Cambian de portador en portador, evaluando y rechazando a quienes no cumplen sus criterios.
El herrero hizo una pausa breve, como si quisiera asegurarse de que Aiden procesara cada detalle antes de continuar.
—El tercer tipo son las armas guardianas. Estas están destinadas a proteger algo específico, ya sea un linaje, un lugar o incluso un legado. Para transferirlas, es necesario realizar un ritual de herencia.
Los ojos del herrero se tornaron más oscuros al llegar a la última categoría.
—Y luego están las armas malditas. Cualquier arma viviente puede ser maldecida, pero su esencia cambia por completo. Pasan de portador en portador, pero solo a través de la muerte del usuario anterior. Además, estas armas corrompen lentamente a quienes las poseen, llevándolos a la locura o peor.
Aiden sostuvo el tridente con más fuerza, sintiendo el peso de las palabras del herrero.
—Entonces... ¿Ziz es una de esas armas unitarias? —preguntó, con una mezcla de orgullo y cautela.
El herrero asintió, pero no sin agregar un matiz de seriedad a su respuesta.
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Editado: 10.02.2025