La guerra de los Titanes

capitulo 10: la furia desatada del sol

Un silencio sepulcral llenó el campo de batalla cuando Aiden emergió en el cielo, rodeado de un aura abrasadora que distorsionaba el aire a su alrededor. Su figura brillaba con una intensidad que cegaba a los presentes. Thom, quien había dominado el enfrentamiento hasta ese momento, observaba con incredulidad al joven que ahora flotaba frente a él. Lo que antes había sido un oponente inferior ahora era una entidad completamente diferente, una fuerza de la naturaleza. Definitivamente estaban en ligas distintas.

Nunimus, que combatía a lo lejos contra Mughan, también se detuvo. La presencia de Aiden lo obligó a retroceder. Mughan, sabiendo que la batalla había alcanzado un punto crítico, se retiró del combate, reuniéndose con su esposa y su hija para presenciar lo que estaba por venir.

En menos de un parpadeo, Aiden desapareció de la vista de todos. Incluso para los ojos entrenados de Mistreya y Shera, su velocidad era imperceptible. Antes de que Thom pudiera reaccionar, Aiden apareció frente a él, golpeándolo con una serie de ataques devastadores. Cada impacto despedazaba el cuerpo de Thom, quien intentaba regenerarse a toda prisa, pero ni siquiera su magia de curación era suficiente para seguir el ritmo de los golpes.

—¡Es demasiado rápido!… No puedo verlo. Sus golpes… destruyen mi cuerpo… ¿Qué voy a hacer? —pensó Thom, su mente invadida por el pánico.

Desesperado, Thom intentó atacar a Aiden con llamas doradas, pero el calor abrasador que emanaba Aiden consumió las llamas antes de que siquiera lo alcanzaran. Cerca del enfrentamiento, Ramarack, viendo la desventaja de Thom, lanzó un meteoro gigante hacia Aiden. Sin embargo, el meteoro comenzó a derretirse a medida que se acercaba, desintegrándose antes de poder impactar. Aiden ni siquiera se molestó en mirarlo. Extendiendo su mano hacia Ramarack y Nunimus, liberó una ráfaga de energía tan poderosa que barrió con los titanes cercanos, lanzándolos por los aires como si fueran hojas al viento.

Un simple movimiento de su mano había derribado a un ejército. El terror comenzó a apoderarse de los titanes restantes, quienes se tambaleaban ante la presencia de un poder que no podían comprender. Thom, sin embargo, no dejó de luchar. Golpeó a Aiden con toda su fuerza, pero cada vez que sus puños entraban en contacto con él, su piel y carne se derretían. Sus huesos, carbonizados, no soportaban la temperatura extrema.

—¡Esto es por mi padre! —rugía Aiden mientras estrellaba a Thom contra el suelo, creando un cráter de magma bajo sus pies. Thom intentó escapar, pero antes de que pudiera moverse, Aiden apareció detrás de él y lo golpeó nuevamente con ferocidad. Cada impacto era como el juicio de un dios.

—¡Fulgor Solar!— gritó Aiden, extendiendo su mano. De ella emergió un rayo de energía solar que desintegraba el cuerpo de Thom más rápido de lo que podía regenerarse. La agonía de Thom era palpable, su cuerpo se derretía y reconstruía en un ciclo interminable de dolor.

Thom, ahora reducido a un montón de carne derretida y huesos quemados, trató de moverse, pero cada intento era en vano. Su mente, nublada por el dolor, rogaba por el fin.

—¿Qué pasa? ¿Ya no puedes más? —preguntó Aiden con frialdad, acercándose lentamente a Thom. Su voz era un eco de furia contenida—. Hace un momento te reías de la muerte de mi padre. ¿Dónde está tu risa ahora?

Antes de que Thom pudiera responder, sintió una ola de energía recorrer su cuerpo. Diluc forzó un aumento de mana, impulsando su fuerza. Con un rugido desesperado, Thom lanzó un último ataque contra Aiden, pero fue en vano. Sus golpes rebotaban como si golpeara un muro de acero. Aiden ni se inmutó.

—¡Light Nova!— declaró Aiden, formando una esfera de energía solar y divina en su palma. La esfera explotó con una violencia tan abrumadora que iluminó todo el campo de batalla, cegando a todos los presentes. Cuando la luz se desvaneció, Thom estaba hecho trizas, su cuerpo destrozado y su espíritu completamente quebrado.

Thom, ahora incapaz de luchar, miró a Aiden con ojos suplicantes, rogando por su vida. Pero Aiden no mostró piedad.

—¿Aún quieres vivir? —preguntó Aiden, inclinándose sobre él—. Lástima. No mereces ese privilegio.

Con un chasquido de dedos, Ziz, el tridente de Aiden, descendía desde el cielo como un rayo de juicio, atravesando el pecho de Thom. La energía del arma arrancó su corazón y, con él, su alma. Thom gritaría si pudiera, pero su voz fue silenciada por el poder que lo envolvía. Aiden tomó el alma de Thom con su mano, observándola un momento antes de aplastarla, consumiendo su aura.

El fin de Thom marcaba una nueva etapa en la batalla. Aiden se giró hacia Nunimus, que observaba desde la distancia. Por primera vez en su vida, Nunimus sintió miedo. Su cuerpo temblaba instintivamente mientras adoptaba una posición defensiva.

Aiden lo miró fijamente, sus ojos brillando con una intensidad que parecía perforar el alma.

—Prepárate —dijo Aiden, su voz resonando como un trueno—. Porque tú serás el siguiente.

Con un estruendo que resonó por todo el campo de batalla, Aiden se lanzó hacia Nunimus, dejando tras de sí un rastro de magma que chisporroteaba y ondulaba bajo sus pies. La intensidad del calor distorsionaba el aire a su alrededor, creando un aura aterradora que hacía retroceder incluso a los guerreros más valientes. Nunimus apenas tuvo tiempo de alzar sus brazos en una postura defensiva antes de que el impacto lo enviara volando hacia los cielos como un meteoro invertido. La fuerza descomunal del golpe lo hizo atravesar varias nubes, dejando un sendero ardiente en el cielo antes de caer como un cometa, impactando contra la tierra con un estruendo ensordecedor.

Al levantarse tambaleante, Nunimus miró sus brazos. Ambos estaban cubiertos de quemaduras graves, y las fracturas eran evidentes incluso bajo su piel chamuscada. Cada fibra de su ser gritaba en agonía, pero el miedo comenzaba a superarlo. Nunca había enfrentado algo ni remotamente similar a la fuerza que ahora manifestaba Aiden. Este no era el mismo niño que había buscado destruir hace tantos años; frente a él se erguía una entidad que desbordaba divinidad y furia.




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