En el principio, cuando nada tenía nombre y el tiempo aún no sabía avanzar, Dios creó.
La tierra apareció sin forma y sin pulso, desordenada y vacía, envuelta en una oscuridad primitiva. Entonces la luz fue pronunciada y, al ser nombrada, obedeció. Fue separada de las tinieblas, y así nacieron el día y la noche, no como enemigos, sino como límites necesarios.
El firmamento se extendió como un confín invisible. A las aguas les dio una orden y un límite, para que no cubrieran por completo lo seco. De la tierra firme, por primera vez, brotaron semillas, árboles y hierbas diversas, cada una según su especie, cada una con su propio ritmo. Nada fue al azar. Todo estaba dispuesto por su mente creadora.
Los astros fueron colocados en lo alto, no para ser adorados, sino para marcar tiempos, estaciones y silencios. Luego vinieron los seres vivientes: criaturas del cielo, del agua y de la tierra. Cada una recibió aliento, movimiento y un lugar en el que habitar.
Finalmente, Dios creó al ser humano y le dio el hálito de vida. Lo hizo a su imagen y semejanza. Primero al hombre, luego a la mujer. Les confió el dominio sobre lo creado, no como tiranos, sino como custodios. Les entregó la vida eterna como don y la obediencia como elección.
Y los puso en un huerto.
Un lugar de abundancia y orden.
Un Edén donde nada faltaba y nada sobraba.
Allí, todo estaba dispuesto para permanecer.
Antes, o quizás en el mismo instante, otras criaturas también habían sido llamadas a existir. Seres de luz y conciencia, no atados a la materia, dotados, como el hombre, de voluntad. No se los vio nacer, porque su origen no pertenecía a la tierra. Pero estaban. Y observaban desde lo alto.
El orden era perfecto. Demasiado perfecto para ser forzado.
Como si, antes del primer paso humano, un tablero invisible ya hubiera sido trazado.
Cada pieza en su lugar.
Cada movimiento posible.
La partida aún no había comenzado.
Pero el silencio ya esperaba el primer gesto.
Editado: 30.12.2025