La guerra del cielo

El deseo de ser igual

No todo lo creado fue destinado a la tierra.

Antes de que el hombre alabara o desobedeciera, otros seres habían recibido existencia y propósito. No caminaban sobre polvo ni dependían del aliento del mundo. Eran seres de luz y conciencia, ministros del orden eterno, enviados para ejecutar la voluntad del Supremo. Algunos eran mensajeros, otros guardianes, otros custodios del trono. Había rangos, funciones y jerarquías, no para competir, sino para sostener la armonía. Cada uno conocía su lugar y su límite.

Entre todos, uno brillaba con particular intensidad. No por jerarquía, sino por plenitud. No por poder, sino por cercanía.

Era luz entre las luces. Portador de claridad. Reflejo fiel de un esplendor que no le pertenecía. Había sido establecido como querubín protector, ungido para guardar lo sagrado, rodeado de honra y belleza. Su función no era gobernar, sino custodiar; no ocupar el centro, sino señalarlo. Elevaba la adoración, conducía el orden, preservaba lo que le había sido confiado. Y durante un tiempo, que no puede medirse, lo hizo sin error.

Pero la voluntad, incluso en el cielo, no está encadenada.

En algún punto, esa luz comenzó a demorarse en sí misma. A contemplarse. A reconocerse. Lo que había sido reflejo empezó a parecerle origen. Lo que había sido don comenzó a sentirse mérito. No fue una rebelión inmediata. Fue una inclinación. Un pensamiento que creció en silencio, sin necesidad de palabras.

¿Por qué no yo?

Aquel que había sido creado para servir comenzó a desear elevarse por encima de su lugar. No quiso destruir el cielo, quiso ocuparlo. No buscó alzar su voz, sino su trono. Imaginó ascender por encima de los astros, establecerse en lo alto y ser semejante al Altísimo. Y en ese deseo, por primera vez, la armonía dejó de ser completa.

No estuvo solo. Otros lo escucharon y se dejaron deslumbrar por su esplendor. Sabían que la elección era definitiva, que no había retorno posible. No fueron forzados, pero sí seducidos por la promesa de un nuevo reino. Ellos mismos decidieron seguirlo. La luz que antes los guiaba ahora los convocaba hacia otro orden. Así, una parte del cielo eligió apartarse del propósito que la sostenía.

La caída no fue un estruendo.Fue una separación.

Fueron arrojados de las alturas, confinados a regiones inferiores, alejados de la presencia que los había sostenido. El que había sido llamado portador de luz perdió su lugar, no su existencia. No cayó su forma, sino su relación con el Supremo. Y con él descendieron aquellos que compartieron su decisión.

Desde entonces, ya no fueron custodios.Ni mensajeros.Ni reflejo.

Se convirtieron en memoria de lo que habían sido y en oposición a todo lo que no podían volver a ser.

El cielo quedó marcado por una ausencia. Una parte de sus huestes, una tercera parte, ya no estaba. La tierra, aún intacta, no lo sabía.

La guerra había comenzado. Aunque todavía no había llegado al mundo.



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En el texto hay: angeles, guerra, dios y lucifer

Editado: 30.12.2025

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