La guerra entre nosotros

Capítulo 1 -Dos Mundos, un secreto compartido.

La gran pantalla a sus espaldas proyectaba un universo envuelto en llamas junto al nombre Kanal D y el eslogan "Noticias en caliente." El equipo de trabajo se movía de un lado a otro para comprobar que la iluminación, el micrófono, el teleprompter y otros detalles que podrían causar errores durante la transmisión funcionaran al cien.

Estephania Luciano enderezó su cuerpo en la silla giratoria. Sacó un informe de la carpeta y lo deslizó al lado del guión de noticias. Luego, verificó en su pequeño espejo que cada hebra de su cabello peinado hacia atrás permaneciera en su lugar. El labial rosa palo, las pestañas y el rímel lucían impecables. Por su parte, estaba lista para iniciar.

—¡Estamos al aire en cinco! —vociferó alguien de producción.

Estephania estiró la mano hacia el joven sentado a su costado para ajustarle la corbata. Le dedicó una sonrisa cálida, de esas que solo las madres regalan cuando el orgullo les brota del pecho. Él le respondió con una mirada suave, casi devota.

Uno de los camarógrafos levantó el brazo e inició el conteo regresivo. Pocos segundos después, el botón rojo se encendió.

Madre e hijastro sostuvieron la mirada por un instante antes de volver a enfocarse en la cámara. Estephania no necesitó revisar sus notas para comenzar la presentación.

—Buenos días, les saluda Estephania Luciano. Me acompaña mi hijo Avan Estrada, quien hará su pasantía periodística en este espacio.

Los ojos marrones del chico brillaron como una estrella fugaz. Sonrió, no con amplitud, pero sí lo suficiente para que los hoyuelos resaltaran en sus mejillas. La palabra seguridad parecía brotar de cada poro de su piel. Miró directamente a la cámara, consciente de que aquella era la oportunidad que muchos de sus compañeros de clase soñarían tener.

—Así es, soy Avan Estrada —pronunció con jocosidad—, y prometo acompañar a mi querida madre en cada historia que tengamos que contar. Gracias a Kanal D por darme la oportunidad de estar aquí.

Entrelazó sus dedos sobre la mesa de cristal y retomó su postura recta. Su desenvolvimiento sorprendió incluso al director del estudio, que observaba la escena desde el vidrio de la cabina de control.

Estephania lo miró de reojo e intentó mantener sus pensamientos en pausa. Recordó con nostalgia su debut televisivo, un segmento de cinco minutos. No salió como esperaba: la lengua se le trabó, la voz le tembló. Se sintió pequeña, vulnerable.

Parpadeó más lento de lo habitual, como si un hilo invisible hubiese rozado una fibra vieja y sensible dentro de ella. La imagen de la hija que dejó atrás se coló en su mente sin permiso.

Respiró hondo, clavó los ojos en el lente y recuperó la postura profesional. Nadie —ni los espectadores, ni los técnicos, ni siquiera Avan— sospechó que su estado emocional se derrumbó en cuestión de segundos.

Pero volvió en sí justo a tiempo para retomar el guion.

—Hoy tenemos una cobertura especial. Nuestro equipo ha preparado informes exclusivos sobre los operativos recientes y las actualizaciones oficiales que llegan desde la base militar.

—También estaremos compartiendo reportajes y entrevistas que realizamos esta mañana —añadió el joven—. Ha sido una experiencia intensa, pero muy enriquecedora.

El monitor procedió a presentar la pieza pregrabada y dejó de enfocarlos. Ella no desaprovechó la oportunidad para llenarlo de elogios cuando apagaron los micrófonos. Mientras lo miraba, inevitablemente su hija regresó a su mente, como esa deuda que siempre se posterga.

Avan tenía la misma edad que ella.

A él lo crío desde que era un niño de nueve años. Llegó a su vida en una etapa diferente: más madura, con la carrera encaminada y la determinación de construir algo estable.

Con una sonrisa a medias, desenroscó la botella de agua y bebió un sorbo. Llenó los pulmones de aire y se repitió que todo había sido necesario.

Creía, con absoluta convicción, que sus heridas —y las de quienes quedaron atrapados en su pasado— ya habían sanado.

Se equivocaba.

La de octubre seguía fresca, viva, palpitante.

A kilómetros de distancia, en la sala de estar, observaba la transmisión con los tendones del cuello tensos. La complicidad entre madre e hijastro le estrechó la garganta.

—¡Él ni siquiera es hijo de tu sangre! ¡Hipócrita de mierda!

La chica se sentía como madera empapada en gasolina, y el nombre de aquella mujer era la chispa que lo encendía. Le sabía tan amarga como la sábila. Eran sentimientos que había conocido cuando su padre le reveló la verdad sin adornos ni anestesia: Su madre era la famosa reportera Luciano, quien la abandonó apenas meses después de nacer.

—¡Eres una hipócrita, Estephania! ¡Todos deberían de saberlo!

Apagó el televisor de inmediato y lanzó el control remoto al mueble. Rebotó y cayó amortiguado sobre la alfombra negra tapiz que cubría el suelo.

—Soy Avan Estrada y prometo acompañar a mi querida madre en cada historia que tengamos que contar —hizo una ridícula imitación de la voz del chico y soltó una risita.

—Noto mucha energía en el ambiente...

Octubre fijó sus ojos en los verdosos de su padre con tal intensidad que retrocedió. Alzó la mano libre —ya que en la otra cargaba una llanta— como en señal de rendición.

—Retiro lo dicho —bromeó.

—¿Ya nos vamos? —replicó Octubre.

—Sí, tenemos mucho trabajo —respondió él, esta vez con más cuidado—. El dueño de la pizzería Huts llamó para pedirme que reparara su van lo más temprano posible.

—Perdí la cuenta de las veces que la hemos reparado —bufó Octubre—. Debería comprarse otra. Si yo tuviera su dinero ya habría comprado tres Vans nuevas y una pizzería que se viera desde la autopista... Nada de estar perdiendo tiempo reparando chatarra. Hay gente que no sabe aprovechar lo que tiene.

—Su chatarra es una ganancia para nosotros.

Octubre contuvo una carcajada y volvió a sentarse en el sofá curvilíneo para ponerse sus botas negras tipo militares. Quería trabajar hasta que sus manos se entumecieran. Reparar vehículos era de las pocas actividades que la ponían de buen humor.




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