La guerra entre nosotros

Capítulo 2 - El choque de dos mundos

Su debut televisivo fue un éxito. Aún sentía el cosquilleo en el estómago al recordar los comentarios en las redes sociales. La mayoría elogiaba su aspecto físico, el color que le agregó al programa y la complicidad natural que mostraba con su madre. Un globo de orgullo se le infló en el pecho al imaginar lo que vendría. Si seguía así, no le sorprendería que, en cualquier momento, tuviera su propio club de fans.

Quizá no tenía el mejor promedio de la clase, pero era el único de sus colegas con una oportunidad tan brillante y destacable.

Todavía sonreía para sí mismo mientras daba la vuelta a un pedazo de carne de res con unas pinzas. La pequeña parrilla estaba en el centro de la mesa de caoba del restaurante japonés, donde había acordado almorzar con su madre después del noticiero. El humo subió en una nube suave que le envolvió la cara y le impregnó la ropa con ese aroma irresistible del yakiniku recién hecho.

Ella empujó el plato para que le sirviera. Él sonrió con esa pequeña calidez que solo ella conseguía provocarle. La atendió primero y luego a sí mismo.

—La cocción está en su punto. —Lo observó con aprobación serena.

—Creí que necesitaba dorarla más.

—No, así está perfecta.

Después de eso, la mesa cayó en un silencio cómodo. Cada uno terminó su porción a su propio ritmo. El chisporroteo de la parrilla se apagó hasta quedar en apenas un susurro. Cuando el último trozo de carne desapareció del plato de Avan, él respiró hondo y dejó los palillos sobre el borde.

—Deberíamos volver con Ava—sugirió.

—¿Qué tal mañana?

Avan iba a responder con un enérgico asentimiento, pero la vibración de su teléfono dentro del bolsillo del pantalón de sastre lo interrumpió. Odiaba que ese aparato siempre apareciera en momentos tan especiales como ese. Estaba dispuesto a colgar. Sin embargo, tardó apenas un segundo en aceptarla.

Era su padre.

Tuvo la certeza de que escucharía un:

"Vi el noticiero" Estoy orgulloso de ti".

Pero la vida es como las olas del mar: nunca se queda quieta. Avanza, golpea y cambia la orilla en un segundo.

—Ava se desmayó en el baño de la preparatoria. Tuvieron que trasladarla al hospital —la voz quebrada de su padre lo arrancó de esa calma.

Ya no veía la lámpara de bambú trenzado naranja que casi tocaba la mesa ni escuchaba la música koto de fondo.

—Avan, ¿qué pasa? —preguntó su madre mientras jugaba con la roca plateada en su dedo índice.

...

El hombre de cabello oscuro, ya salpicado por algunos mechones canosos, caminaba de un lado a otro por la sala de espera. Pronunció el nombre de su hijo por tercera vez al teléfono, como si así pudiera arrancarlo de aquel letargo. La noticia lo había dejado desconcertado. Y eso que aún no le había contado en qué condiciones la encontraron, ni lo que su colega hematólogo insinuó que podría ser.

Resopló y tronó sus dedos. Lo menos que deseaba era perder el control. Se acercó al bebedero del pasillo y tiró del último vaso del portavasos transparente sujeto al costado del aparato. Lo colocó bajo el grifo metálico y presionó la palanca.

No tuvo tiempo de ensayar la manera en que les explicaría la situación a su esposa e hijo. El sonido rápido de pasos interrumpió el silencio del pasillo.

—¿Papá? —la voz de Avan lo hizo girar de inmediato.

El hombre dejó el vaso sobre el borde del bebedero. Ya no tenía sed.

—Papá —repitió, esta vez más bajo—. Dime qué pasó.

—Dime que Ava está bien —Estephania acomodó el bolso en su hombro.

—Recobró la conciencia —logró decir, aunque su voz carecía de alivio.

—¿Puedo verla? —preguntó Avan, con el corazón martilleándole las costillas.

Su padre, Adriano, se apresuró a indicarle el número de habitación. Era justo lo que necesitaba, que lo dejara a solas con Estephanía.

En cuanto se quedaron solos, ella lo acorraló.

—¿Estás escondiendo algo más?

Adriano exhaló, un sonido que pareció vaciarle los pulmones.

—Le realizaron unos análisis de sangre. El hematólogo sospecha que podría padecer leucemia.

Estephanía palideció. No necesitaba ser médico para entender la gravedad.

—¿Leucemia?

—Necesitan hacerle una biopsia de médula para confirmar el tipo y el estadio...

Entreabrió sus labios y las lágrimas brotaron con tanta rapidez que ni siquiera tuvo tiempo de reprimirlas. Las rodillas le fallaron. Estuvo a punto de derrumbarse, pero su esposo tuvo reflejos suficientes para sujetarla por la cintura. La sentó en una de las sillas azules en la sala de espera.

—No está confirmado, relájate.

—¿Y si lo es?

—Entonces lucharemos. Haremos quimio, radioterapia, lo que sea necesario.

—Tengo miedo.

Miedo.

Aquella palabra que la sacudía igual que un huracán sacude las ramas de un árbol.

Hacía mucho tiempo que no lo sentía tan real, tan próximo, tan capaz de quebrarle el aliento.

—Estamos juntos en esto, Esteph —respondió él, arrodillándose frente a ella para obligarla a mirarlo.

Era la segunda vez que alguien le decía lo mismo. Y la primera vez que lo escuchó… fue ella quien terminó clavándole un cuchillo a quien se lo prometió.

—No te ahogues en un vaso de agua.

Asintió, preguntándose cómo podía mantenerse tan sereno. Calculó que quizá el hecho de ser médico influía en esa inquebrantable calma. Seguro estaba acostumbrado a informar diagnósticos, sostener familias y presenciar batallas que a otros los partirían en dos.

—Iré a ver a Ava —anunció, poniéndose de pie con un esfuerzo sobrehumano.

No supo cómo subió el ascensor y llegó al segundo piso sin derrumbarse. Ya no quedaba un pensamiento que cruzara por su mente. Los agotó todos.

Se asomó por la ventanilla de la puerta para ver a sus hijos. Ahogó un sollozo y llevo una mano en su estómago.

—Estoy seguro de que en unas horas estarás de vuelta en casa —le susurraba él, ajeno a la tormenta que se avecinaba—. Te vas a recuperar.




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