La guerra sin fin

Capítulo Único.

El manto oscuro de la noche cubrió aquella de tantas veces el cielo, bañando de luces parpadeantes como si fueran lentejuelas de plata y oro.

Parecía tan cercana que hasta podrías rozar su tela negra con tus propias manos, pero con sólo estirar tus dedos te das cuenta que no es posible por más que lo intentaras las veces que sean necesarias. Incluso si fueras a ese mundo inexplorado llamado universo, incluso allí, aún seguiría siendo lejana y tus dedos morirían con el cosquilleo del deseo profundo incumplido que guarda tu corazón, razón por la que los humanos debieron resignarse a sólo contemplar aquella belleza inalcanzable que en cada muerte de sol presentaba su esplendoroso y etéreo espectáculo, lleno de luces y suspenso que a más de uno ha fascinado en todo el tiempo que aquel ha vivido. La luna como objetivo del reflector, bailaba sin cesar con sus acompañantes allí en el manto, iluminando con su impropia luz. Era toda una función digna de ver, digna de presentarse en el teatro de la ciudad, digna de robar cada corazón de enamorados.

Allí estaba Myriam, como quien se detiene a ver, mirando tras su ventanal el manto negro de la noche estrellada, con ojos soñadores y amor profundo hacia aquel astro envidiado por las estrellas. Un último vistazo antes de acostarse con su dulce recuerdo de la gran luna en su lecho. Apagó las luces para que la tela entrase a su cuarto y bañe con su oscuridad brillante la estancia. Su hermano pequeño acompañó su ejemplo y próximo las dos criaturas se quedaron dormidas.

Sin embargo, Myriam simplemente no podía dormir sabiendo que allí afuera había un espectáculo. Quería verlo, pero no podía desobedecer a sus padres. Se quedaría en la cama hasta la resucitación del sol y cuando la función termine. Eso la llenó de melancolía. De repente, como un emperatriz, el silencio hizo su aparición.

Su presencia en el cuarto de Myriam era tan ensordecedor que pronto la joven sintió un incesante zumbido en sus oídos presionando su cabeza. No le disgustaba, en cambio, agradecía el inexistente volumen de la noche.

El gobernante ahora era el silencio; éste se acercó a su trono de mármol grueso adornado escrupulosamente con piedras preciosas, el respaldo era vistosamente exótico con su forma de abanico mostrando colores monocromáticos, y a los pies sus súbditos se postraban con ojos emocionados.

La capa larga de color azul rey colgada delicadamente en sus hombros acariciaba el suelo arrastrándose cuan serpiente, su corona de oro pulido con diamantes y rubíes incrustados reposaba en su cabeza, su andar suave y lento imponía calma, paciencia, sabiduría y, casi sin querer, petulancia y presentuosidad. Sus facciones eran suaves, su tez nívea parecía de porcelana a la simple vista, sus cabellos de color oscuro azabache hacían juego con su firme y segura mirada de ojos igual de oscuros, terminando su bella e imponente imagen. Hizo a un lado su capa larga, y erguido se sentó en su trono.

El silencio era admirado por aquel que lo escuchaba, su canto no se comparaba ni con el dulce silbar de los pájaros ruiseñores del reino. Era un gran ejemplo para su reino, y su reino lo era todo para él.

Una vez Myriam sentía transportarse al mundo de los sueños, esperando un gran recuerdo de allí, el ruido irrumpió. Miró a un costado suyo y pudo ver a su hermanito roncar provocando que el canto del silencio sea corrompido. Luego, escuchó algunos bocinazos fuera de su habitación así como el ruido de los motores de los autos tan estridentes que hacían doler la cabeza. Y, como si fuera el colmo, los vecinos de la izquierda a pesar de ser las paredes insonorizadas, la música se escuchaba, quizás era una fiesta de los alocados y hormonales adolescentes.

Myriam sabía que así no podía dormir, y trató de cubrir sus oídos con la almohada; eso mermó un poco los ruidos pero aun el silencio es interrumpido. Suspiró con pesadez. Pensó en el silencio, y qué es lo que ocurriría con él.

Una vez el silencio tomó su respectivo lugar, sus súbditos sin importar la situación económica ni el estatus social, empezaron a bailar y a disfrutar del pequeño festín que se había organizado con el fin de celebrar uno de los tantos días silenciosos. El silencio veía divertido a las personas bailar con total libertad, como si supieran que nada iba a suceder. Reían y bebían agazajados por el baile, disfrutando de la velada organizada por el silencio. De pronto, las puertas del salón fueron abiertas estrepitosamente. Con apuro, el silencio dirigió su mirada al causante de tal interrupción, y éste se encontró con la figura de su enemigo mortal: el ruido.

El ruido era considerado uno de los reyes más poderosos, poseedor de riquezas inigualables, conocido por ser competitivo y audaz. No había guerra que su ejército no ganaba, nunca se rendía, y mucho menos iba a dejar que el silencio cante su horrorosa melodía. Le resultaba repugnante, para él, el silencio sólo te da la sensación de estar sólo, cuando no hay nadie contigo más que él. El ruido era vivo, colorido, estridente, movedizo, feliz; el silencio era muerto, incoloro, insonoro, quieto, triste. Lo repudiaba, lo aborrecía, en su reino estaba prohibido el silencio total, tal que el ruido le iba a declarar la guerra al silencio por que estaba harto de él.

El ruido entró vestido con su capa de color rojo fuego, de la misma manera que la del silencio ésta acariciaba el suelo, no traía puesta su corona, dejando expuesta su cabellera castaña; su andar era tranquilo, osado, lento, como si tuviera el total tiempo del mundo, un pensar característico de él, a la vez que denotaba narcisismo, vanidad, orgullo, superioridad. Sus facciones eran rectas, su tez algo bronceada por los constantes rayos de luz que impactaban su piel —porque se la pasaba afuera— salían a relucir su imagen, sus ojos negros que complementaban su mirada seria y fulminante, en algunos casos divertida y burlona, lo hacían ver muy soberbio.

Dirigió ésta hacia el silencio, y le sonrió descarado.




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