La habitación 23

CAPÍTULO 1: LA MUJER DE MIS SUEÑOS

Me desperté con el corazón agitado, como si hubiera corrido una distancia interminable en mitad de la noche. La penumbra de mi habitación en el Hotel Bologna apenas se quebraba por la luz mortecina de un farol que se filtraba desde las calles silenciosas de Nápoles. El reloj marcaba las dos y veintitrés de la madrugada. Demasiado temprano para levantarme, demasiado tarde para volver a dormir en paz. Me llevé las manos al rostro, intentando apartar el sudor frío que perlaba mi frente. Había soñado con ella otra vez, igual que otra docena de veces. Esa mujer desconocida se está apoderando de mi vida. Me visita en las noches con una claridad tan nítida que roza lo imposible.

-Cálmate, Ettore... -murmuré conmigo mismo acostado boca arriba-. Solo son simples sueños, dijo una parte de mí.

Pero no lo eran. No podían ser simples sueños, dijo mi otra parte. Lo sabía en cada fibra de mi cuerpo, en cada estremecimiento que aún recorría mis venas. Me puse a meditar por qué mi mente estaba siendo acosada por su presencia.

Ella siempre aparece del mismo modo: caminando hacia mí entre un murmullo de voces lejanas, en una ciudad que no logro identificar. Sus calles son anchas, los vehículos extraños y modernos, los edificios distintos a todo lo que existe en la Italia que conozco. Todo parece ajeno, como si perteneciera a otro mundo. Y en medio de esa extrañeza, está ella.

Isabella Morandi. Así me dijo que se llamaba.

La primera vez la vi de espaldas.

Su cabello negro descendía como un río de seda oscura, cayendo en ondulaciones suaves sobre el abrigo que ceñía su talle. Había en ese movimiento -en el vaivén imperceptible de sus hebras al compás del aire- una poesía muda, un secreto que la noche parecía custodiar con celoso fervor. Y cuando giró hacia mí, cuando por fin me permitió contemplar su rostro, sus ojos oscuros me envolvieron en un torbellino silencioso, como si la vastedad del universo entero se hubiera comprimido en ese instante, en ese par de luceros insondables que parecían saberlo todo de mí sin jamás haberme visto.

Fue como si el mundo se deshiciera a mi alrededor: las voces se apagaron, las calles se disolvieron, y yo quedé suspendido en una eternidad fugaz, prisionero de una mirada que podía devastar y redimir al mismo tiempo.

Su grácil figura me dejó inmóvil, como esculpido en mármol, incapaz de respirar. Y entonces, de pronto, un deseo inesperado floreció en mi pecho, no con violencia, sino con la delicadeza solemne de un loto abriéndose sobre aguas quietas, extendiendo sus pétalos hacia la luz. Ninguna ecuación, ninguna fórmula concebida por la mente humana puede explicar el vértigo de aquel hechizo, el modo en que el corazón abdica de la razón y se entrega al misterio con absoluta obediencia.

Isabella. No necesita pronunciar muchas palabras para fascinarme; basta con inclinar apenas la cabeza, con dejar temblar levemente su sonrisa, con permitir que la música velada de su voz acariciara el aire. En cada gesto suyo se derrama una dulzura que no buscaba seducir, sino que emana de manera natural, como lo hace el perfume de una flor sin proponérselo.

Es imposible no rendirse a su presencia. Había algo en ella que no solo despertaba mi admiración, sino también una reverencia callada, un deseo de postrarse ante la pureza de un ser que parecía más cercano al cielo que a la tierra. Yo, que había dedicado mi vida a las ciencias, a las leyes implacables de la física, me descubrí impotente ante la matemática sublime de su belleza: ella es una ecuación indescifrable hecha de silencios, miradas y sonrisas.

Es un rompecabezas imposible de armar, es un misterio tallado en carne y alma. Es un ángel que arrojó una flecha puntiaguda a mi corazón, dejándome prisionero de una herida que ya no deseo sanar. Todo en ella parece tener el resplandor de lo eterno: la forma en que respira, la manera en que su silueta se recorta contra la luz extraña de esa ciudad desconocida. Es como si los cielos hubieran conspirado para darle un fulgor inaccesible, una belleza que no se explica sino en el lenguaje secreto de los dioses.

Cada palabra que pronuncia tiene la fuerza de un conjuro; cada movimiento suyo es una sinfonía invisible, que se balancea como un péndulo hipnotizante.

¿Cómo es posible que un solo ser humano despierte tanto vértigo en mí? Isabella es la respuesta y la pregunta, el sueño y la herida, la verdad y la imposibilidad. No sé si es de carne o de sueño, pero sé que en el instante en que la miro me convierto en un hombre diferente: alguien capaz de arrodillarse ante lo inefable.

"-¡Te amo! -me dijo, me habló con una ternura que me desarma.

-No puedes amarme si no sé quién eres -le respondí.

-Aún no. Pero lo harás.

-Eres bella, no lo puedo negar. Pero jamás te he visto en mi vida. Le repetí.

-Me estás viendo ahora. Me has visto antes.

-Me refiero a que no te he conocido en persona, en el mundo físico.

-Ah, tienes razón... -sus labios se curvaron en una ironía leve, casi juguetona-. Pero eso no te da excusas para no hacerlo.

-Yo te necesito a mi lado. Quiero abrazarte como nunca he abrazado a alguien. Pero todo depende de ti, Ettore. Si quieres que yo sea el amor de tu vida, si deseas que ambos nos amemos con locura... tendrás que venir a buscarme hasta donde vivo.

-Entonces ven tú y búscame, y creeré en tus palabras. Le insistí.

-Eso quisiera más que nada... pero me resulta imposible. Yo no puedo hacerlo. Tú sí. Eres físico.

-¿Y qué tiene que ver mi profesión con esto? Por lo menos dime dónde puedo encontrarte.

-En el Hotel Esplendor. ¿Allí te espero?

-¿Dónde queda ese hotel?

-Argentina. Ciudad de Buenos Aires. San Martín 708, entre avenida Córdoba y Viamonte.

Cada vez que aparece en mis sueños, me estremece la convicción de que, según toda lógica científica, no debería existir un medio de comunicación semejante. Y, sin embargo, allí está ella, dictándome una dirección precisa, como si realmente me aguardara en un lugar tangible del mundo.




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