La habitación 23

CAPÍTULO 2: CONFUSIÓN

La primera vez que Isabella Morandi irrumpió en mis sueños fue el día en que cumplí veintiocho años, un cinco de agosto de 1935. Jamás olvidaré aquella fecha, porque desde entonces, nada en mi existencia volvió a ser lo mismo. Ella estaba allí, sentada sobre una cama acolchada, cubierta por un forro blanco tan níveo como la pureza de la nieve recién caída. Sus ojos, oscuros y brillantes, destilaban una ternura indescifrable, aunque detrás se escondía un dolor secreto que nunca quiso confesarme.

Vestía un traje rojo que le ceñía la figura hasta las rodillas, como una llama encendida en medio de mis noches apagadas. Esa primera visión fue el principio de un hechizo del cual jamás pude escapar.

Con el pasar de los días, Isabella comenzó a hablarme, a interrogarme con esa curiosidad suya que parecía infinita, como si cada palabra mía fuese para ella una joya que no quería dejar escapar.

-Háblame de los neutrinos, Ettore -me pidió una noche, recostada sobre la blancura suave de aquella cama que tantas veces había sido escenario de nuestros encuentros. Sus ojos me miraban con una atención tan pura que yo no podía negarme.

-Los neutrinos... -dije, saboreando la palabra como si también para mí tuviera un misterio oculto-. Son los fantasmas de la física. Atraviesan la materia como si no existiera, sin dejar huella. En cada segundo, millones de neutrinos atraviesan nuestro cuerpo sin que lo sepamos. Son invisibles, pero necesarios; discretos, pero fundamentales para que el universo no colapse.

Ella sonrió, apoyando el mentón sobre la palma de su mano.

-Entonces... ¿me estás diciendo que vivimos rodeados de presencias que no vemos, pero que lo sostienen todo?

Asentí, maravillado por la manera en que sabía transformar lo técnico en poesía.

-Exactamente, Isabella. La vida está llena de esas presencias. Y lo bello es que, aunque no podamos verlos, los neutrinos existen. Así como existen los sentimientos que no siempre sabemos explicar.

Un silencio suave se extendió entre nosotros. Isabella me miró como si en mi voz se revelara un secreto que solo ella podía escuchar. Luego, con la picardía elegante que tanto la distinguía, me lanzó otra pregunta:

-Y dime, Ettore... ¿es posible viajar en el tiempo?

Su voz era como un hilo de música, y sus ojos brillaban con la intensidad de quien desea creer en lo imposible.

Respiré hondo. No podía darle una respuesta banal; merecía algo más.

-El tiempo y el espacio son como un tejido -le expliqué con calma-. Si lo piensas, el tiempo no fluye como un río que avanza sin retorno. Más bien, es como una tela que se puede tensar, doblar, incluso arrugar. La relatividad nos enseña que el tiempo se estira y se contrae, que un segundo para ti no es el mismo segundo para mí si viajamos a velocidades distintas.

-Entonces... ¿puede romperse ese tejido? -me interrumpió, con los labios apenas entreabiertos.

-No romperse -respondí, fascinado con su ímpetu-, pero sí doblarse. Como cuando uno dobla una hoja de papel y acerca dos puntos que estaban lejos. Quizás ahí, en esa curvatura, se esconda la posibilidad de un puente hacia el futuro o el pasado. No es fácil de encontrar, pero no estoy muy seguro si sea del todo imposible, Isabella... uno por ciento de posibilidad, vuelve posible algo que parece imposible. Pero no es algo que se pueda encontrar así por así, como hallar un billete tirado en la calle. Si ya encontrar un billete tirado en la calle sin que otro lo recoja antes que tú, ya es difícil. Viajar en el tiempo puede resultar miles de veces más difícil. Habría que encontrar el modo de atravesar esa barrera invisible. Aquella que no conocemos cómo funciona.

Ella suspiró con una dulzura que me atravesó por dentro.

-Eres capaz de hacerme soñar incluso con tus cálculos. Nadie me había hablado así del tiempo... como si fuese un lienzo que se puede pintar de mil maneras distintas.

Yo la miré en silencio. En su forma de escucharme había más magia que en cualquier fórmula. Porque Isabella no se limitaba a oír: absorbía cada palabra como si me desnudara el alma. Y comprendí entonces que no existe arte más seductor que el de una mujer que sabe escuchar.

Ella rió, pero en su risa había un dejo de ternura que no podré olvidar jamás.

-Ahora dime, Isabella -le pregunté, con una mezcla de curiosidad y desvelo-, ¿por qué tanto interés en viajar en el tiempo?

Ella alzó una ceja, como si la pregunta le pareciera obvia, y luego, con una dulzura casi infantil, respondió:

-Porque me resulta fascinante. Leí La máquina del tiempo de H. G. Wells.

Sonreí levemente.

-También lo he leído -dije-. Y aunque sea una obra de ficción, en más de un pasaje he sentido que rozaba una verdad posible.

-Entonces no soy la única soñadora -susurró Isabella, inclinándose hacia mí, como quien guarda un secreto-. Pero no quiero que sea solo un sueño, Ettore. Sería alucinante que un hombre como tú pudiera hacerlo realidad.

-¿Crees que es solo una fantasía? - Me preguntó. -Tú dijiste que era posible -respondió con firmeza-. No me mientas ahora.

La miré en silencio unos segundos, maravillado por esa fe que parecía desafiar cualquier frontera.

-Te reafirmo, es posible, Isabella -dije al fin-. Pero no es tan sencillo. No es como esculpir un tronco ni como escribir un libro. Una cosa es imaginarlo, otra cosa es hallarle forma.

Ella aguardaba. Y yo, atrapado por su atención, continué:

-El tiempo no es una línea rígida que corre hacia adelante sin desvíos. Es más bien un tejido, como una tela invisible que se dobla, se estira y se curva bajo la gravedad de las estrellas. Imagina que tienes una hoja de papel: si la dejas plana, los puntos de inicio y fin están separados. Pero si la pliegas hasta unir sus extremos, esos dos instantes distantes se tocan. Eso es lo que podría hacer el universo con su propio tejido.

Isabella abrió los ojos con un brillo febril.




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