La habitación 23

CAPÍTULO 3: SESIÓN 25

-Hola, Isabella. Pasa. Sesión veinticinco. Nueve de marzo de 2022, dijo mi terapeuta hablando con una grabadora de voz.

Me recibió Valentina con su tono calmado, como si cada palabra suya hubiera sido diseñada para que yo respirara mejor. Siempre decía lo mismo al iniciar, como un ritual. Ya llevaba 4 meses visitando su consultorio. Si dejo de conversar con ella, me dan ganas de atar una soga

alrededor de mi cuello, para después quererme colgar de la cima de un edificio. Lo cual es posible ya que heredé un inmueble de gran altura.

Tengo amigas con las que antes solía salir a bailar. Éramos inseparables, pasábamos noches enteras en discotecas, en medios de risas hasta que amanecía, los zapatos en la mano después de largas caminatas nocturnas. Pero todo eso se volvió un recuerdo doloroso. Dejé de contestarles el teléfono primero por cansancio, luego por costumbre, y al final, por miedo. Con el pasar de los días cambié de número. No quería que pudieran localizarme. No quería escuchar sus voces llenas de entusiasmo, ni mucho menos sentir la presión de fingir que estaba bien. Sobre todo, no quería que sufrieran cuando yo no estuviera más en este mundo. Esa idea se me clavaba en la piel: desaparecer era inevitable, y debía evitarles el dolor de verme hundirme. Les pedí a los recepcionistas del hotel, tanto diurnos como nocturnos que nunca dijeran si yo estaba en mi habitación. A veces las veía esperándome en la vereda, conversando entre ellas, convencidas de que en algún momento saldría. Pero yo solo me escondía detrás de las cortinas, viendo cómo insistían con una fidelidad que me partía el alma. No podían comprender que ya no quería amistad con nadie. El afecto se me había vuelto un peso insoportable.

Salía de manera obligada únicamente para asistir a terapia. Y cada vez que caminaba hacia el consultorio de Valentina, sentía ese nudo en el pecho, como si algo invisible intentara quebrarme en dos. Era una presión sorda, un tambor que golpeaba desde adentro. Muchas veces me he golpeado el pecho con la palma de la mano, como si de esa forma pudiera expulsar la angustia que me ahoga. Pero no desaparece. Se queda ahí, acechando, recordándome que no importa cuánto intentara huir, el vacío siempre me alcanzaría.

Los medicamentos que me recetó Valentina me ayudaban en ocasiones, pero no siempre. A veces eran como agua en medio de un incendio, pero cuando una se apagaba, siempre había otra llama dispuesta a seguirme quemando. Había noches en que sentía que el aire se me escapaba, y entonces mi cuerpo decidía moverse solo. Una madrugada salí corriendo del hotel sin rumbo fijo. Eran las dos y veinte de la madrugada y la ciudad estaba desierta, apenas iluminada por las luces amarillentas de los faroles. El recepcionista de turno, un chico joven con el que casi no hablaba, corrió tras de mí, rogándome que volviera. Me decía mi nombre una y otra vez, como si pudiera rescatarme de algo que ni yo misma podía describir. Yo le grité que me dejara en paz, que no me siguiera, con una brusquedad que no merecía. Lo traté como a un extraño cuando en realidad estaba intentando salvarme.

Después de caminar por calles interminables, cuando el cansancio me venció, regresé al hotel. El recepcionista seguía en la puerta, respirando agitado, con una expresión de alivio al verme volver. Le pedí disculpas con la voz rota. Él no me reprochó nada, ni me miró con rencor. Solo me dijo que si alguna vez necesitaba ayuda, podía pedírsela sin miedo. Yo asentí, sabiendo que jamás lo haría. Subí a mi habitación con la certeza de que ese día aún me quedaban lágrimas por derramar. Y así fue. Me encerré, me desplomé en la cama y lloré hasta que el dolor se volvió una manta pesada que me dejó sin fuerzas.

Cuando no veía a mis amigas esperando afuera del hotel, me decía a mí misma: ya se cansarán de buscarme, ya no insistirán más. Pero ellas volvían, una y otra vez. Meses después seguían apareciendo con la esperanza de cruzarme de casualidad en la calle, como si aún quedara algo de la persona que fui. Pensar en ese momento me llenaba de un miedo extraño: si llegaba a encontrármelas de frente, no sabría qué decirles. No tenía palabras, ni sonrisas, ni explicaciones. Lo único que sé con certeza es que lloraría frente a ellas, como siempre lo hago cuando me siento acorralada. Y no quiero eso. No quiero amistad con nadie. No quiero la carga de ser alguien en la vida de otra persona, ni el peso de decepcionarlas cuando me hunda aún más.

El consultorio de Valentina se ha convertido en el único lugar donde me atrevo a desnudar estas ideas. Es un espacio tranquilo, con paredes en tonos suaves en amarillo y verde pastel, pero lo que más destaca es ese sillón acolchado de color vino en el que me siento cada vez que vengo. Es tan blando que a veces me hundo demasiado, como si me invitara a quedarme atrapada en su profundidad. Frente a mí, Valentina siempre mantiene la misma postura: libreta en mano, bolígrafo apoyado, acomoda sus lentes redondos como los de Harry Potter y mantiene su mirada fija en mí. Nunca se deja arrastrar por mis palabras hacia la conmoción o el escándalo. Ella analiza, mide, anota. Y aunque a veces esa calma me irrita, sé qué es lo que necesito.

Sin embargo, hay un silencio en el consultorio que me resulta insoportable. Entre sus preguntas y mis respuestas, queda un espacio que parece ampliarse como un vacío. Ese vacío me recuerda que, aunque hable, sigo estando sola. Y ahí me descubro pensando: ¿de qué sirve todo esto? ¿de qué sirve abrirme si nadie puede traerlos de vuelta?

Valentina insiste en que debo sostener rutinas, en que el aislamiento prolongado solo profundiza mi dolor. Pero yo ya no creo en rutinas. No creo en amistades. No creo en mañanas soleadas que prometen algo nuevo. Lo único que creo es en el peso constante de la ausencia y en ese hombre de mis sueños, que aparece para recordarme que todavía respiro.

Ese contraste me desgarra: cuando estoy despierta, el mundo es gris, áspero, insoportable. Cuando duermo, el mundo se llena de su presencia, de algo que parece tan real que me devuelve el aliento. Y eso es lo que más me aterra: no saber a cuál de los dos mundos pertenezco realmente.




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