Entré al consultorio de Valentina hecha un naufragio: mis manos temblorosas, jugaron con las llaves del auto hasta que el metal hizo un chirrido por el roce entre ellas. El sonido me resultó tan fuera de lugar que distrajo mi atención, metí las llaves en mi cartera de cuero negra, de esas que con los años se van ablandando en las costuras.
El cierre metálico se trabó un segundo cuando quise cerrarla y tuve que presionar con fuerza, hasta que la cremallera cedió con un ruido áspero. Mis dedos no se quedaron quietos: comenzaron a recorrer los bordes gastados de la correa, como si acariciara un secreto que no me atrevía a confesar. Sentí la textura áspera, me quedé viendo los hilos deshilachados que colgaban. Cada tanto enredaba mis uñas allí, tiraba de un hilo, lo soltaba, y volvía a empezar. Era un gesto nervioso, casi infantil, pero en ese instante fue lo único que me sostuvo en pie.
La puerta del despacho detrás de mí se cerró con un golpe amortiguado y ese sonido pequeño resonó en mi pecho, dejándome la certeza de que no había retorno para lo que traía dentro: preguntas, culpas, deseos rotos. El eco se quedó vibrando en mis huesos, y yo, con la mano aún acariciando aquella correa deshilachada, supe que no podría escapar de lo que estaba a punto de derramarse.
Antes de que los labios de Valentina pronunciaran mi bienvenida, mi mente ya estaba lejos. Se abrió un hueco y me perdí en él, como quien se sumerge en aguas turbias para buscar algo que no sabe nombrar. Pensé en el tiempo -esa máquina silenciosa que todo lo cura y nada perdona- y la sensación fue de vértigo y descomposición al mismo tiempo. Ese hombre vino a mi mente como siempre, esa presencia no obedece a la geografía ni al calendario. Vive en 1935, y sin embargo su voz en mis sueños atravesaba el hilo del tiempo con una naturalidad que me humillaba. ¿Cómo puede alguien que habita otra época hablarme con la intimidad de quien conoce mis nervios? Imaginé su ciudad -una Nápoles húmeda de elocuencias, o una Roma de esquina y taberna- y sentí que ambos pueblos, el suyo y el mío, estaban atados por la misma geometría de la pérdida. En 1935 la gente creía en certezas distintas: en el honor, en los destinos, tal vez en los milagros prácticos. En 2022 creemos en eficacia, en protocolos, en respuestas instantáneas. Y sin embargo mi corazón no se inclinaba ni por los sistemas ni por las épocas; se inclinaba por la voz que me había consolado la noche de mi entierro.
Pensé en culpa, en su peso tan particular: no es un juez que impone sentencia, sino una costra que se adhiere a cada gesto. Culpabilidad, ¿qué clase de energía es? ¿Un mecanismo para recuperar orden? ¿Una forma humana de intentar multiplicar la responsabilidad hasta encontrar un culpable que explique el caos? En mi cabeza siempre hago cálculo sin fórmulas: si el azar se comporta como variable independiente, entonces la culpa es de un teléfono inútil, pero si la causalidad nos busca con precisión, entonces quizá tenía que encontrar un nombre, un rostro y una excusa. Me horroriza esa arquitectura mental que tengo: he construido una verdad donde el azar existe y me aterra demasiado. No soy capaz de controlar los inventos de mi mente. Temo que todo luego pueda salirse de control. Quizá llegue el día en que la cordura me abandone, y crea que mi realidad es la misma realidad que tienen todos los seres humanos al mismo tiempo.
La ciudad, fuera del despacho de Valentina, antes de subir parecía una maqueta en movimiento. Autos que cortaban la tarde, peatones que rara vez miraban al cielo. Recuerdo a ese hombre explicándome, en uno de los sueños que he tenido con él, cómo el tiempo se puede doblar en la teoría y cómo, en la práctica, no es más que la suma de pequeñas decisiones. Yo, en 2022, y él en 1935, éramos dos demostraciones del mismo teorema: la vida insiste en desplazarse aunque la cabeza quiera quedarse. Me pregunté si la discrepancia temporal explicaba su calma: vivir en una época donde las certezas eran otras le podía dar una serenidad que a mí me era negada por la volatilidad del presente. Pero la idea me molestó: ¿acaso yo buscaba en sus palabras una autoridad que mis contemporáneos no tenían? Quizá, pensé, busco ese acento del pasado porque aún cree en causas que explican tragedias, en redes de sentido que evitan el caos absoluto.
La modernidad, nos prometió control a cambio de vigilia perpetua. Tenemos mapas en el bolsillo, vías alternativas, pronósticos del tiempo y algoritmos que predicen nuestro gusto. Sin embargo la fragilidad humana no se corrige con aplicaciones. Me di rabia a mí misma por haber esperado que la lógica del mundo resolviera mi vacío. Y en ese resentimiento descubro ternura: somos unas criaturas con capacidad de razonamiento que no renuncia a la superstición. La razón y la fe conviven en mi pecho y se pelean, se tocan, se sostienen. Ese hombre, en su 1935, quizá hubiera pensado que la devoción era un método; yo, en 2022, sospecho que la devoción es a veces una forma legítima de resistir.
No sé cómo funcionan las cosas que no se ven: la lealtad, por ejemplo, tiene una mecánica sutil. Es una red de hábitos, de pequeñas pruebas día a día. Como los tornillos de una silla que sin que lo notes tienden a aflojarse, así los vínculos pierden apriete si no se revisan. Mi propia soledad se había consolidado por una cadena de "te llamo mañana" que nunca se materializó, por citas pospuestas y por mi determinación de proteger a otros de mi hundimiento. Había pensado que apartarme era un acto de generosidad: si me voy, no les doy el dolor de verme caer. Ahora lo veo distinto: apartarme fue el acto egoísta de quien no quería enfrentar la mirada ajena que pregunta y exige respuestas imposibles.
Pensé en la responsabilidad. No la que se impone como martirio, sino la que se ofrece como humilde decisión. ¿Qué responsabilidad tenía yo, realmente? No la de pagar con mi vida por el accidente -ese cálculo era una trampa moral- sino la de honrar la memoria de mis padres con la mínima generosidad: estar viva para los vivos que me quieren, para la gente que trabaja en el hotel que depende de mi presencia, para las rutinas que sostienen la ciudad. Esa idea me pareció noble y pequeña: la responsabilidad no siempre se traduce en sacrificio máximo; a veces consiste en la presencia continuada, en el poner una taza en la mesa para que el mundo sepa que aún hay un lugar.