La habitación 23

CAPÍTULO 5: ELENA

Mi padre Fabio me invitó a su casa. No era la primera vez, claro, pero cada regreso a aquella vivienda despertaba en mí una mezcla de ternura y melancolía. La casa de mi padre se alzaba en Catania, no con la pretensión de las residencias aristocráticas, sino con la dignidad sobria de un hombre que había levantado con esfuerzo su carrera de ingeniero y que, a pesar de los años, conservaba el porte de quien sabía medir cada gesto con precisión matemática.

El portón de hierro se abría a un pequeño jardín en el que mi mamá, Dorina cultivaba rosales y albahaca. El aroma me llegó antes que su voz. Desde la ventana de la cocina, ella agitó la mano cubierta con un delantal blanco manchado de salsa de tomate. -Hijo, entra rápido, la pasta se enfría -dijo con ese tono que no admitía excusas. Dentro, el comedor se desplegaba en su sobria elegancia: la mesa larga de madera oscura, las sillas altas con respaldo labrado y, sobre la mesa, el mantel bordado en flores por mamá. Allí reposaban las fuentes de ensalada fresca y un guiso de berenjenas que todavía chisporroteaba, junto a una gran olla de pasta al horno, gratinada con queso pecorino cuya costra dorada resultaba irresistible. En la cocina, el horno seguía encendido: la lasaña aún se horneaba lentamente, llenando el aire de un aroma cálido y tentador.

Mi padre estaba sentado en la cabecera, con el bigote recortado y los lentes apoyados en la punta de la nariz. Sus manos descansaban sobre un periódico doblado; los titulares hablaban, como siempre, de la política, de Mussolini, de un futuro incierto.

-Llegas puntual, hijo. De vez en cuando deberías de ser un poco más desordenado. -dijo con su voz grave-.

Eso jamás, respondí. Un físico que juega con el tiempo al menos debe respetar la hora de la comida.

Eso me aterra. La puntualidad enloquece hasta el más sabio.

Sonreí, aunque su comentario llevaba el filo de una crítica velada. Siempre había entre nosotros esa tensión, como si mi vocación de científico fuera un desafío constante a su sentido práctico.

Mis hermanos ya estaban en la mesa. Luciano, el mayor, hablaba de su trabajo en la administración local; su voz era firme, como si siempre dictara una sentencia. María, la hermana más joven, tenía en sus ojos un brillo rebelde; estudiaba música y soñaba con escenarios que papá juzgaba demasiado idealistas. Y allí estaba también Luciana, la de en medio, siempre conciliadora, que intentaba mantener el equilibrio entre nuestras discusiones.

-¿Sigues encerrado en tus cálculos infinitos? -preguntó Luciano, sirviéndose pan con la mano firme.

-No son infinitos -respondí con calma-. Son finitos, aunque sus consecuencias parecen no tener límite.

-Ah, hablas como si fueras un poeta -rió María, con un gesto de picardía-. Pero dime, ¿alguna vez tus teorías podrán llenar la mesa como lo hace mamá, no lo creo?

-Quizá no llenen la mesa, hermanita -contesté-, pero tal vez un día nos hagan comprender por qué el universo mismo tiene lugar para una mesa y para quienes nos sentamos en ella.

Si entendieras el propósito de cada fórmula escrita, recapacitarías en tus opiniones hasta quedar asombrada de la importancia que tiene cada una en la física.

Papá levantó la ceja. Reconocí en su mirada esa mezcla de orgullo y fastidio. No le gustaba mi costumbre de responder con enigmas.

Mamá interrumpió la tensión sirviendo los platos humeantes. El queso se derretía y se pegaba a la cuchara. El aroma invadió la sala.

-Dejen de discutir y coman -dijo, con la autoridad que solo una madre posee-. Ettore necesita fuerzas, se lo ve más delgado que nunca.

Me serví un trozo generoso, agradecido. El sabor era como siempre: una mezcla de hogar, memoria y raíces. Cada bocado me devolvía a la infancia, a las noches en que todos estábamos juntos sin las sombras de la política ni las tormentas de la ciencia.

La comida avanzaba entre comentarios triviales cuando sonó el timbre de la puerta. María corrió a abrir.

-¡Ettore! -exclamó una voz rasposa y masculina. Se trataba de Carlo Ferri, un antiguo compañero de estudios que ahora trabajaba en la universidad de Roma. Nos saludamos dándonos abrazos felices. Tras él entraron otros dos amigos de mi juventud: Paolo Bianchi, siempre con la risa fácil, y Giulio Santoro, callado, de mirada más profunda. Mis amigos saludaron a toda mi familia, con sonrisas pinceladas demostraron su cariño puro y sincero.

-No podíamos dejar pasar la ocasión de ver al gran Majorana en persona -bromeó Carlo, vi tu cara orgullosa en el periódico del miércoles-. ¿Qué haces escondido en tu laboratorio? Los cafés de Roma te extrañan.

Papá los recibió con cortesía; mamá, con entusiasmo, pues le encantaba cuando la mesa se llenaba de voces. Pronto se improvisaron más platos, más copas y más risas.

-¡Brindemos! -propuso Paolo, levantando un vaso de vino tinto-. Brindemos por la familia y por la ciencia, aunque la ciencia siempre nos robe al amigo.

Brindamos. La copa tintineó y por un momento sentí el peso de la vida ligera, esa que rara vez me concedía.

La conversación derivó hacia mis ausencias, hacia las largas horas que pasaba estudiando neutrinos y ecuaciones que pocos comprendían. Mis amigos se burlaban con afecto, mis hermanas reían, mi madre defendía mi genio como si fuera un tesoro incomprendido, y mi padre asentía en silencio, aunque sé que en su interior seguía pensando que mi destino debería haber sido más sencillo.

Yo los observaba a todos. El calor de la comida, la risa que llenaba el aire, el murmullo de voces cruzadas... Era como si el tiempo se hubiera detenido allí, entre platos de pasta, vasos de vino y el latido íntimo de lo familiar.

No lo sabía aún, pero esa noche, en aquella mesa rodeada de afectos, estaba a punto de comenzar un giro que cambiaría mi destino.

La mesa estaba llena. El vino había soltado las lenguas y el calor del guiso se mezclaba con el de las conversaciones. Todo era risas, recuerdos, frases que iban y venían como si el tiempo retrocediera a nuestra adolescencia.




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