La habitación 23

CAPÍTULO 6: LOS CINCO

Deslicé los dedos por mi cabello negro, que ya me caía hasta el coxis, y sentí algo insólito: se enredó en mis manos. Siempre había sido liso y dócil, pero esta vez se aferraba como si, en lugar de hebras suaves, estuviera apartando ramas de pinos que se enganchaban a mis dedos.

El día amaneció luminoso, con un cielo despejado que parecía pintado con paciencia. Avanzaba por el jardín de la casa de campo de mis padres, esa que siempre había sido refugio en los veranos de mi infancia. El perfume de los jazmines me envolvía, mezclado con el canto de los zorzales y el crujir suave de la grava bajo mis pasos. Todo estaba en su sitio, como si nada hubiese cambiado con los años.

Me sorprendí al escuchar la risa de Alessandro desde la galería. Esa risa inconfundible que me hacía sonreír incluso antes de verlo. Corrí hasta él, y ahí estaba, sentado en la hamaca, con las piernas largas cruzadas y un vaso de limonada en la mano.

-¡Isa! -me saludó, levantándose para abrazarme.
-¡Ale! -respondí, hundiéndome en ese abrazo cálido-.

-¿Cuándo llegaste?

-Hace un rato. Mamá me recibió con un festín, como siempre. Nunca cambia, quiere volvernos gordos como Hansel y Gretel.

Pero existe una diferencia, la señora amable que los llenaba de comida a Hansel y a Gretel era una bruja, mamá no lo es.

Y no estoy diciendo lo contrario. Solo dije que quiere volvernos gordos como Hansel y Gretel. Tú rellenaste lo demás.

-Acepta que fue una mala comparativa.

-No tengo que aceptar nada, Isa. Tú rellenaste lo demás.

-Uff, mejor olvídalo.

-Eso haré, olvidaré, dijo mi hermano Alessandro y me guiñó un ojo.

-¿Tú nunca pierdes, verdad?

En eso tienes razón. No disfruto perder. Jamás pierdo en la vida. Solo los tontos pierden.

-Estás insinuando que soy tonta.

-No, para nada, solo dije que jamás pierdo en la vida.

Pero también dijiste que solo los tontos pierden.

Tienes razón, pero tú no eres tonta. Me refería a los otros tontos.

-¡Imbécil, te odio!

No le digas imbécil a tu hermano y tampoco lo odies. Dijo mamá.

-Pero él empezó, se vuelve insoportable.

Calmen sus discusiones o tendré que calmarlos a ambos a la fuerza. No crean que porque ya están grandes no les puedo resetear el Windows.

Miré hacia la mesa del porche, donde mamá estaba acomodando bandejas, a mamá le encanta la parrillada. Hizo un megabanquete donde había todo tipo de carnes, embutidos, junto a una botella de vino y copas de distintos tamaños. Papá ya estaba allí, probando el vino con gesto crítico, aunque en el fondo disfrutaba cada sorbo. Giulio Morandi siempre había sido exigente con los sabores, con las palabras, con todo. Mamá -Camila-, en cambio, irradiaba esa dulzura Argentina que lo equilibraba todo, con una sonrisa que podía desarmar cualquier aspereza.

-Isa, ven -me llamó mamá, agitando la mano-. Ya está casi todo listo para almorzar.

Me acerqué, besé a papá en la mejilla, y él me sostuvo un momento más de lo necesario, como si quisiera asegurarse de que yo estaba realmente allí. Su sonrisa era encantadora. Su barba estaba delineada en una forma perfecta, tenía estilo candado.

-Hija, siempre vas a ser mi bebé -dijo, con un tono solemne que me conmovió.

-Y tú siempre serás un viejo guapo.

Muchas gracias. No sé si tus palabras fueron premio o castigo.

-Ambas. Le respondí.

-Está bien. Solo me voy a concentrar en lo positivo, hija.

Me senté entre Alessandro y mamá, disfrutando de la calidez del momento. Sentía que la casa vibraba con una vida especial. Todo parecía más vivo, más brillante, como si la luz se filtrara de otra manera entre los árboles. Entonces vi a través de la ventana a un acosador que no dejaba de mirarme. Apoyaba su espalda en un árbol de ombú que daba sombra al patio delantero, este hombre observaba a toda mi familia con detenimiento, pero su mirada más se centraba en mí que en los demás, me empecé a poner muy nerviosa. Había algo en su forma de estar, en su mirada serena, que me resultaba familiar aunque no pudiera explicarlo. Yo estaba en un lazo intermedio entre la incomodidad y la tranquilidad. Él no se apresuró a acercarse: aguardó de pie, con un respeto casi antiguo, hasta que Alessandro le abrió la puerta y papá lo invitó a entrar con un gesto de alegría.

-Adelante, joven -dijo mi papá Giulio, sin perder esa voz grave que usaba para los momentos importantes.

El hombre se acercó, inclinando levemente la cabeza. Sus movimientos eran tranquilos, seguros. Cuando estuvo frente a nosotros, saludó con una cortesía que parecía sacada de otro tiempo. Su vestimenta era extraña. No estaba mal, pero tampoco estaba bien del todo. Su vestimenta antediluviana parecía haber salido de la tienda, "Moda de Palermo". Es una tienda donde venden ropa anticuada.

-Gracias por recibirme -dijo aquel hombre extraño.

Mamá lo miró con calidez.
-Aquí siempre hay lugar para quien viene con buena intención. Siéntese, por favor, caballero.

Muchas gracias, bellísima dama. Dijo aquel extraño lanzando aires de extrema grandeza, siendo demasiado zalamero.

Tomó asiento junto a mí. Sentí un extraño alivio, como si su presencia completara algo que hasta entonces había estado incompleto en la mesa.
Mamá le sirvió un plato con carne de res, pollo, cerdo y embutidos. El hombre empezó a degustar la comida partiendo la carne con un tono fino, ligero y refinado.

Papá, hasta mientras, no perdió la oportunidad de indagar.

-Y dígame... ¿cómo te ha ido en estos días con la máquina? ¿Cómo va el proyecto de la máquina?

El hombre sostuvo su mirada sin titubeos. Me ha ido perfecto en las ideas, lo malo es que la máquina todavía se encuentra en proceso, claro está que paso pensando en ello todos los días. Pronto haré los planos con todos los detalles que se necesitan. Aún falta mucho para que se convierta en realidad.

¿Pero ya tienes avances significativos o ningún avance todavía? Preguntó mamá.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.