La tarde en Catania se extendía con ese resplandor que parecía eterno, como si el sol se negara a abandonar las laderas del Etna. Habíamos compartido el almuerzo en la casa paterna, y todavía quedaba en el aire el aroma persistente de la pasta, la lasaña, las risas de una familia feliz.
Pero la conversación con Elena había quedado flotando, inacabada, como si nos debiéramos algo desde años atrás. Por eso, cuando ella propuso salir a tomar algo al día siguiente, acepté sin titubeos. No era una cita —al menos no en el sentido banal que algunos pretenden dar a esa palabra. —Era más bien un acto de reconocimiento, un rescatar del silencio aquello que no había tenido tiempo de madurar en la juventud.
Nos encontramos en una pequeña enoteca en el centro histórico. Los italianos tenemos esa costumbre sencilla y sofisticada a la vez: beber un buen vino no para embriagarse, sino para conversar. El sitio olía a madera vieja, a corchos húmedos, a queso curado. Afuera, la tarde era bulliciosa: voces que se cruzaban en siciliano, niños corriendo con helados a medio derretir, el rumor constante de las motocicletas por las calles estrechas. Dentro, en cambio, todo parecía suspendido.
—Siempre tan puntual y yo con retraso—me dijo Elena cuando llegó y yo ya tenía rato esperando, esa sonrisa suya de labios finos la noté reseca. Nos besamos las mejillas. Como todo un caballero, jalé su silla para brindarle asiento. Elena se sonrojó, no había motivo. Yo solo hice lo que siempre suelo hacer con una dama. Incluso con mi hermana juliana lo he hecho aunque siempre me diga que soy un ridículo por querer exaltar mis modales.
Elena pidió un Nero d’Avola de la región; yo, un Marsala ámbar, dulce en su primera impresión, profundo después, como las conversaciones que valen la pena. Llegaron acompañados de una tabla de aceitunas verdes, pan tostado con aceite de oliva y un trozo de pecorino que parecía recién cortado de la rueda. Al principio hablamos de lo inmediato: del calor que se adelantaba al verano, de lo cambiante de las calles de la ciudad, de los vecinos que habían partido o envejecido. Pero pronto la conversación tomó otro cauce, como siempre sucede cuando el vino abre las compuertas de la memoria.
—Te confieso —dijo Elena, sosteniendo la copa entre los dedos como si acariciara un secreto— que nunca entendí cómo podías pasar horas mirando un cuaderno lleno de símbolos sin desesperarte.
Su voz no era de curiosidad académica: era una provocación suave, como si tanteara los bordes de mi silencio.
La miré, intentando no perderme en el brillo de sus ojos.
—Se trata de costumbre —respondí al fin—. Uno se habitúa a mirar más allá de la primera capa.
—No me creo eso. —Elena se inclinó un poco, acercando su copa a la mía—. Eres de los que se obsesionan. Yo lo veo. —Hizo una pausa, ladeó la cabeza—. Y me gusta.
La manera en que lo dijo no dejaba dudas: no hablaba de mis cuadernos.
—¿Te gusta? —pregunté, conteniendo una sonrisa.
—Me gusta que tengas esa intensidad. —Pasó el dedo por el borde de la copa—. Me pregunto si serás así en todo lo demás.
Callé. Ella me había arrinconado con elegancia.
—Tal vez —dije—. Pero prefiero no presumir.
Elena rió suavemente, inclinándose hacia mí, y su perfume llenó la breve distancia entre nosotros.
—Siempre tan modesto —murmuró—. Te escondes detrás de fórmulas, pero yo veo que hay más.
—¿Más? —repetí.
—Más —dijo, y bajó la voz—. Un hombre que escucha, que mira, que se detiene. Eso me atrae más que cualquier ecuación.
Sentí la tentación de devolverle un halago, pero me limité a beber un sorbo. Había aprendido a leer señales sin romper su encanto.
—No vine a hablar de ecuaciones —dije al fin—. Vine a escucharte.
Elena jugó con el pan, arrancando trozos pequeños.
—¿Y qué escuchas de mí? —preguntó, sin mirarme.
—Que estás intentando provocarme —respondí con calma.
Ella levantó la vista, sorprendida, y luego sonrió de lado.
—Quizá sí. —Se encogió de hombros—. Me aburro con hombres que solo saben hablar de sí mismos.
—Supongo que entonces llevo puntos a favor —repliqué.
Elena apoyó el codo sobre la mesa, acercando aún más su rostro al mío. Sus ojos eran más oscuros de lo que recordaba.
—Me gusta cómo miras. —Su voz fue apenas un hilo—. Miras como si todo tuviera un secreto.
—Todos lo tienen —dije—. Incluyéndote.
—Entonces descúbrelo —susurró.
Hubo un instante en que el ruido del comedor desapareció. El tintinear de copas, las risas bajas, el roce de platos… todo quedó lejos. Entre nosotros sólo quedaba el pulso de esa invitación.
Me aclaré la garganta.
—No soy bueno en los juegos rápidos —murmuré—. Prefiero leer a las personas con calma.
—Yo no tengo prisa —contestó Elena, y dejó la mano en la mesa, cerca de la mía. Lo bastante cerca para que pudiera sentir el calor sin tocarla.
La vi sonreír, segura de su efecto.
—Eres distinto a los demás, Ettore. Eso me intriga.
—La intriga suele ser peligrosa —repliqué.
—O deliciosa —corrigió ella, con un destello en los ojos—. Según cómo la manejes.
Un silencio breve, denso, se instaló. Era el tipo de silencio que no pesa, que vibra.
—¿Sabes qué pienso? —preguntó Elena al fin—. Que pasas tanto tiempo encerrado en tus pensamientos que te olvidas de lo que tienes delante.
—Puede ser —admití—. Pero ahora mismo te tengo delante.
Ella inclinó la cabeza y rió despacio, con una risa que parecía un guiño.
—Así me gusta —murmuró—. Que me mires.
Alzó su copa y chocó suavemente con la mía.
—Por eso.
—¿Por eso? —pregunté.
—Por lo que todavía no sabemos nombrar —respondió ella, y bebió un sorbo, sin apartar los ojos de mí.
El murmullo del comedor volvió como una marea, pero ya era distinto. Ella había marcado el ritmo de la noche. Yo apenas lo seguía.
—Entonces dime, Ettore —dijo con un hilo de voz cargado de valentía—, ¿qué ves ahora? ¿Un fantasma de la muchacha que conociste en la Via Etnea, o una mujer distinta?