La habitación 23

CAPÍTULO 8: MATEO

Salí del consultorio de Valentina con la receta doblada en el bolsillo. El papel crujía con cada paso, como un recordatorio de que la vida seguía bajo control médico. El cielo estaba encapotado, de un gris que parecía pesar sobre las veredas de Buenos Aires, aunque el aire aún guardaba algo de tibieza. Crucé la calle rumbo al coche con esa sensación de montaña rusa que por fin se detiene: un mareo residual, un silencio incómodo, pero también un respiro.

Cualquier paso podía ser un regreso a la rutina: volver al refugio del hotel, encerrarme en mi habitación y entregarme otra vez a la soledad conocida. O podía, de una vez, admitir que el mundo no se había extinguido conmigo, que todavía había algo afuera esperando.

Y entonces para mi momento divino lo vi. Mateo venía cruzando desde la otra acera: caminaba hacia mí con paso firme y en la mano llevaba una bolsita de papel marrón. Dentro, sobresalía un vaso descartable con tapa -el tipo de vaso para llevar- y por la pequeña rendija de la tapa escapaba un hilo de vapor que ascendía en espirales hasta perderse en el aire tibio. La bolsa estaba apenas abierta por arriba, lo justo para que se filtrara ese vapor y oliera a café recién hecho; el cartón se calentaba en su palma y algo en ese gesto lo hacía ver cotidiano y urgente a la vez. Sonrió al encontrarme: esa sonrisa profunda, mezcla de entusiasmo y obstinación, me atravesó como si me hubieran descubierto en un secreto, y me quedé clavada en el lugar con las llaves de mi vehículo en la mano.

Nos hicimos daño, -corrijo, yo le hice daño. No era un detalle menor, sino una herida que aún ardía en mi memoria. Yo fui cruel con él, mi proceder fue excesivo. En mis tiempos de descontrol, cuando todavía vivía Alessandro y no cargaba el luto de mis padres, lo aparté con la brutalidad de una amenaza: le dije que si insistía en buscarme lo demandaría por acoso. No fue un sentimiento verdadero, fue más un impulso, un grito de desesperación, un error nacido de la furia, el miedo y la inmadurez. Pero lo dije. Y él se marchó de mi lado, como era natural que lo hiciera. Después de la muerte de mi hermano y el accidente de mis padres, me aislé, cambié de número, cerré todas las puertas posibles y me hundí en mi propio vacío.

Ahora lo tenía de frente.

-¡Isabella! Qué bueno verte -dijo, con un gesto de venia, como si lo cortés bastara. Siguió su camino sin detenerse. Y yo no supe cómo reaccionar antes de que me diera la espalda:

-Hola, Mateo -logré decir, alzando la mano como una torpe defensa contra la distancia. Me adelanté, le extendí la mano y añadí con rapidez-: Me da gusto verte. ¿Tienes un momento para escucharme?

Él se detuvo y vaciló. Un suspiro de incomodidad se le escapó antes de hablar:
-La verdad... es que no tengo mucho tiempo. Tengo que volver a mis labores.

Me dolió, pero no lo culpaba. Lo seguí deteniendo con la urgencia de alguien que sabe que puede perderlo en segundos. Le pedí disculpas, de golpe, como quien abre una represa. Le dije que lo lamentaba, que había sido injusta y cruel con él.

Mateo me escuchó con educación, con esa calma que siempre lo caracterizaba. Sus labios se curvaron apenas en lo que podría llamar una sonrisa discreta, una leve insinuación de lo que alguna vez fue su gesto más hermoso. No sé si en verdad exista la media sonrisa, pero eso fue lo que vi: un intento incompleto, una mueca contenida entre la cortesía y la distancia. No era, desde luego, aquella sonrisa franca y luminosa que en otros tiempos se desplegaba en su rostro y que yo tuve el privilegio de conocer de cerca. Esa sonrisa plena, capaz de encender la habitación con solo aparecer, ya no estaba allí.

Lo que encontré, en cambio, fue un reflejo opaco, como el resabio de un fuego que se resiste a morir pero ya no calienta. Y comprendí, con un dolor punzante, que había sido yo quien apagó esa luz. No hubo accidente ni azar: fui yo la que despojó a sus labios de su brillo, la que ensombreció ese tesoro.

En su mirada descubrí lo que trataba de ocultar: la incomodidad, el eco de un resentimiento disimulado que se filtraba en su gesto correcto. Esa tensión invisible que se percibe en el aire, aun cuando las palabras se pronuncian con suavidad. Y yo no tenía derecho a reprocharle nada. Porque esa herida, ese matiz de frialdad que ahora nos separaba, no nació en él: la sembré yo, y él solo la llevaba marcada en silencio.

Conversamos con cautela. Yo recordaba, mientras lo miraba, las flores que enviaba al hotel, las visitas inesperadas, su risa clara. Recuerdos que antes me parecían una carga, ahora se presentaban con la dulzura de lo irrecuperable.

Él señaló el edificio frente al café y me explicó que trabajaba allí, en una empresa de marketing llamada Móvil Lass, como supervisor. Había tenido una reunión más corta de lo esperado y salió por un café. Era simple, cotidiano, pero sonaba a una vida sólida, una vida que yo había despreciado en su momento. Me dijo que había dejado atrás lo ocurrido, que entendía mi distancia, que no guardaba rencor.

Quise creerle, pero el corazón me golpeaba el pecho con la fuerza de una carrera.

Le pregunté si aún conservaba mi número. Hubo un silencio, una pausa en la que bajó la mirada. Al fin respondió con honestidad:
-No. Después de lo que pasó, desapareció tu número de mi vida. -Se corrigió de inmediato-. Perdón, no quería hostigarte. Es cierto que me obsesioné contigo... lo acepto. Y lo lamento. Pero aprendí la lección. Ya no soy aquel muchacho. He madurado. No quiero ofender a nadie ni volver a cruzar esa línea.

Se acomodó la correa del maletín y añadió, casi como un cierre:
-Y bueno, debo volver al trabajo. Ha sido un gusto en volverte a ver.

No quise dejarlo ir. Por ello me apresuré a decir:

-Entonces dame tu número, por favor.

Él me miró con un gesto que mezclaba cansancio y cautela.
-Isabella, no creo que debamos volver a lo mismo. No hablo de obsesiones... simplemente, no creo que el panorama sea el mismo.




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