La habitación 23

CAPÍTULO 9: IDEA

No había relojes en aquella habitación, solo la luz: un azul suspendido, nítido, que parecía inhalar y exhalar con nosotros, como un pulmón secreto del mundo. Isabella reposaba de costado sobre las sábanas blancas, con la quietud de un centro magnético, el punto fijo alrededor del cual todo podía girar. Su piel no pedía destellos ni adoración: era presencia pura, calor invisible que transformaba el aire en algo vivo. Al acercarme, sentí cómo ese calor se filtraba en mis manos y en mi pecho, como si me transfiriera una memoria anterior a todo lenguaje. Su cabello negro descendía por su hombro y se extendía sobre la almohada como seda nocturna, suave y continua, desplegándose en ondas que parecían respirar con ella.

Y en cada respiración de su cuerpo había un pulso imperceptible, un ritmo que no se podía medir con relojes ni fórmulas, pero que, de algún modo, gobernaba la habitación entera.

Giró lentamente la cabeza, y su mirada me alcanzó antes que su voz.
-Llegaste -murmuró.

Yo sentí que no había caminado: había sido atraído.

-O tal vez tú me invocaste -respondí, y en mi voz había una reverencia que no era fingida.

Isabella sonrió, pero no era una sonrisa blanda; era un arco tensado.
-Siempre tan ambiguo -dijo-. Ven. Mírame. ¿Te gusta lo que llevo puesto?

La pregunta no era banal. Era una prueba. De pronto presentí que sabía que había otra mujer en mi vida; precisamente por eso me ponía a prueba. La observé con lentitud: su camisón no era un vestido sino un estado, una tela que parecía humo fijado, transparente en los lugares donde el mundo se vuelve vulnerable. No existía en mi tiempo ni en mis costumbres; era un futuro tejido sobre su cuerpo.

-Me gusta la forma en que te habita la luz -dije-.

Lo que vistes es apenas el comienzo. Respondió.

Isabella dejó escapar una risa breve, líquida.

-Un hombre normal sabes qué diría "Luces hermosa".

-Luces hermosa -acepté-. Pero también eres un lenguaje. No puedo quedarme en un adjetivo.

Ella se incorporó despacio, apoyando un codo en las sábanas, y su cabello oscuro se deslizó por su hombro como un río nocturno.

-A veces pienso que tú no ves mujeres -susurró-, ves mapas del cielo.

-No puedo evitarlo -respondí-. Cada mujer es una estrella distinta. Pero tú... tú eres la que encierra su fuego en el horizonte de mi universo.

Sus dedos encontraron los míos, como buscando la raíz de un pulso.

-Tienes novia -dijo, sin sombra de pregunta.

-Sí -admití.

-Y aun así estás aquí.

-No te busqué. Me encontraste.

-Yo no encuentro a nadie -dijo ella-. Yo atraigo.

Me quedé mirándola.

-Eres peligrosa -murmuré.

-Lo sé. Pero también soy honesta -dijo-. No te pido promesas. Solo que me enloquece tu mirada.

La luz del cuarto era una marea azul que parecía respirar; no había relojes, solo ese pulso luminoso. Isabella se inclinó sobre las sábanas. Tenía los ojos entrecerrados, no por sueño sino por cálculo. Cada gesto suyo era deliberado, un trazo en la arena de mi atención.

-Ettore -murmuró-.
No fue un saludo. Fue un conjuro.

Se sentó despacio, doblando las piernas bajo su cuerpo; el camisón se le pegaba a la piel como si respirara con ella. Con la punta de un dedo trazó líneas invisibles sobre la sábana, como escribiendo ecuaciones secretas que me resultaron conocidas.

-¿Sabes por qué te llamé? -preguntó, y no era una pregunta inocente.

Yo intenté mantener la calma de un físico ante un fenómeno nuevo.

-Quizá porque la noche te pertenece -dije.

Ella sonrió de costado, apenas.
-No. Porque la noche no me basta si no estás dentro de ella -respondió-.

A mí me bastaría solo con observarte.

Isabella se inclinó un poco más, reduciendo la distancia entre nosotros. Podía sentir el perfume extraño que siempre llevaba, mezcla de madera y electricidad.

-Dime -susurró-, ¿con ella hablas de tu ciencia, pero ella no te puede comprender como yo?

La pregunta cayó como un meteorito silencioso.

-Con ella hablo de cosas simples -respondí-. Contenidos de la vida diaria.

Sus dedos rozaron mi cuello, apenas -un roce tan mínimo que podría haber sido el rumor de una mosca- y, sin embargo, el gesto describió en mi piel una línea que me despertó entero. La yema de su índice se deslizó con la lentitud de quien mide el tiempo en latidos, trazó una curva hasta mi clavícula y se quedó allí, como si quisiera comprobar que yo aún respondía a la llamada de la vida.

-Dime si ella te hace esto -susurró, y la voz le tembló en la cercanía; no era una demanda sino un experimento-.

No pude mentir. No supe: toda palabra habitable se ausentó. Abrí la boca para decir algo, para construir una frase que fuera honesta y limpia, pero su aliento -un soplo frío con notas de metal y miel- me cerró el canal. Se acercó hasta quedar a un milímetro, y en ese espacio diminuto todo lo que conocía se concentró en el borde de sus labios.

Cuando tomó mis labios fue como si hubiese tocado una cuerda vibrante: no hubo un golpe sino una afinación, una búsqueda de frecuencia. Al principio fue ligero, como tocar la superficie de un estanque con la punta de un dedo; la fricción de sus labios contra los míos produjo un sonido interno -no audible, sino presente, una campana que resonaba en mi pecho-. Luego, sin ruido brusco, vino la presión: un peso dócil, exacto, como si sus labios calcularan la intensidad adecuada para que mi mente no se rompiera sino que se abriese.

Sentí su boca húmeda, cálida, con el gusto sutil de algo que no supe nombrar -tal vez un residuo de fruta, quizás la caricia de un vino-. Fue un gusto que rozó la memoria sin clavarla: no olía a experimento ni a fórmula, olía a certeza. En el sitio donde sus labios presionaban, el tiempo perdió su continuidad; las horas se volvieron centímetros. Cada respiración se transformó en unidad de medida. Allí, en el pequeño universo que nos inventaba, la velocidad de la vida cambió: mi corazón, que corría con la metrónoma del laboratorio, se dejó llevar por otra señal, más profunda y menos cuantificable.




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