Había algo que me inquietaba desde la primera sesión con Valentina: aquella grabadora anticuada. Al principio me resultaba insoportable ese clic casi imperceptible con el que la encendía antes de comenzar. Me hacía sentir desnuda, como si cada palabra quedara suspendida en un archivo que alguien, en algún momento, pudiera llegar a escuchar.
Hasta que una tarde me lo explicó con la calma de quien enciende una lámpara en medio de la penumbra:
-Grabo porque necesito comprender con más detalle tus matices, Isabella. A veces la voz revela lo que las palabras callan: el tono, la pausa, la respiración. Todo eso me ayuda a diseñar un tratamiento más exacto, más justo para ti.
Entonces lo comprendí. No eran registros destinados a mostrarse, sino huellas privadas de su trabajo, guardadas bajo llave en su despacho, como las notas íntimas de un médico en su libreta. Esa certeza me dio una tranquilidad nueva. Saber que no se trataba de un juicio ni de un archivo público, sino de una herramienta de precisión, me permitió hablar con más libertad.
Valentina utilizaba aquellas grabaciones como una extensión de su memoria: un espejo técnico en el que podía detenerse después, analizar cada sombra de mi voz, cada vacilación que en el instante de la sesión resultaba demasiado fugaz para interpretar.
Llegué en taxi hasta su consultorio. Si hubiera tomado el volante yo misma, con la presión que sentía en el pecho, habría acabado estampada contra una pared o hubiera chocado con otro vehículo.
Grabación de Valentina:
"Sesión cuarenta. Dieciséis de abril de dos mil veintidós. Hora: diez cero cinco de la mañana. Paciente: Isabella Morandi. La paciente ingresa con signos visibles de angustia, sudoración profusa y agitación psicomotriz."
Yo la escuché pronunciar esas palabras mientras apenas podía sostenerme. Entré sudando, con el cabello pegado a la frente, y la blusa empapada como si hubiera corrido bajo tormenta. El portazo a mi espalda fue un disparo que retumbó dentro de mí: no puerta, sino cerrojo. Sentí que el consultorio también podía cerrarse sobre mí en cualquier momento.
Me dejé caer en el diván porque ya no me quedaban piernas, solo un temblor que me atravesaba de arriba abajo. La boca seca, pero con un sabor metálico como si hubiera estado tragando óxido. Recordé minutos antes al taxista: el conductor me había preguntado si quería ir a un hospital. Yo le arrojé billetes sin mirarlo, con desesperación, rogando que me dejara bajar. No soportaba la idea de otro encierro en un espacio más reducido.
Valentina caminó despacio, como si el mundo no ardiera a mi alrededor. Ajustó la grabadora, la dejó en la mesa, y me miró.
-Estás a salvo aquí, Isabella. Respira.
Pero respirar era imposible. El aire era una pasta espesa, me quemaba en la garganta, como si tragara humo. Mis manos se aferraron al cojín, hundiendo los dedos en la tela como si fuera lo único que podía evitar, hasta temía hundirme en ese objeto blando y quedar atrapada en el medio. Así de mal estaba en la mente.
-No podía quedarme en mi habitación... - le alcancé a decir. La voz la tenía nerviosa, hecha pedazos.
Las imágenes me aplastaban.
-Las paredes se movían, Valentina. Te juro que se movían. Era como si cada pared avanzara un centímetro hacia mí, como si quisieran tragarse el aire. Y yo lo sentía, lo veía. No quedaba espacio. Las ventanas parecían selladas, espejos ciegos que me devolvían mi cara atrapada.
Me llevé las manos a la cabeza.
-Empecé a dar vueltas en el cuarto. Caminaba sobre la alfombra una y otra vez, en círculos cada vez más estrechos. Escuchaba el roce de mis pasos contra la tela, como un látigo seco que me recordaba que estaba atrapada. Busqué salida en la puerta, en las cortinas, en cualquier grieta, prendí la lámpara de mi habitación y lo único que encontraba era mi sombra pegada a mí, persiguiéndome en cada giro.
El recuerdo me sofocaba otra vez.
-Entonces huí -susurré-. Bajé las escaleras a la una de la madrugada, salí sin rumbo. Tenía que escapar o me moría ahí dentro. Caminé con los pies ardiendo, sin detenerme, como si algo me respirara en la nuca, empujándome, obligándome a avanzar. No podía parar, Valentina. Parar significaba que me atrapaban las paredes, aunque estuviera al aire libre.
Ella me escuchaba con esa calma imposible.
-¿Cuánto tiempo caminaste? -preguntó, con voz pareja.
-No lo sé. Perdí la cuenta, perdí la noción del tiempo. Afuera había más aire, sí, pero igual el mundo se cerraba. El cielo me caía encima como un techo demasiado bajo. Las calles se convertían en pasillos sin salida. El mundo era un laberinto sin puerta.
Las lágrimas me corrían por la cara, ardientes, no de tristeza, sino de desesperación.
-No quiero volver a esa habitación, Valentina. Cada vez que lo intento me da un bloqueo. Mis nervios se incendian, me tiemblan los músculos y solo quiero correr. Pero aunque corra, aunque camine, aunque grite... el encierro me persigue. Está en todas partes. Dentro, fuera, conmigo. ¡Es como si no tuviera salida! ¡Creo que no la hay!
Me doblé hacia adelante, con la cara hundida en las manos. El sudor me caía de la frente al suelo, gota tras gota. Sentía que el cuerpo era una celda que yo misma cargaba.
Valentina me sostuvo con la mirada, sin alterar su tono:
-Isabella, siempre hay una salida para todo, lo que describes es un estado de angustia extrema. La prisión solo existe en tu cabeza, es tu percepción del mundo. Vamos a desarmar esa sensación, pieza por pieza. Pero antes necesito que no te guardes ningún detalle conmigo, aunque te duela.
Con cada detalle que me das, me das las herramientas para poder ayudarte a destruir esa pared de ladrillos que ata tu mente. Vamos a destruir esa pared, pero vamos a hacerlo juntas.
Yo respiré con dificultad. Apenas un soplo, apenas tuve un instante de tregua, como si mi voz hubiera abierto un resquicio diminuto.