La habitación 23

EL UMBRAL DEL TIEMPO

Me taladraron las palabras de Isabella en la cabeza cuando dijo, con esa voz que parecía provenir de los cielos:

-Tienes que hallar un dispositivo de transición, uno capaz de manipular el umbral y tensar el tejido del tiempo hasta que se abra. Tu reloj de pared podría ser un buen punto de partida para construir la máquina.

El reloj de pared -el mismo que Isabella me había señalado como punto de partida para la máquina- colgaba inmóvil, su madera oscura suspendida en la penumbra como un testigo silencioso. Lo contemplé y sentí cómo mi mente se detenía: aquel objeto, tan familiar, estaba a punto de dejar de serlo. Ya no sería un simple guardián de las horas; debía transformarse en algo irreconocible para cualquiera que lo mirase. En mi interior, crecía la certeza de que ese reloj no era solo un instrumento cotidiano: era un contenedor de pulsos, un depósito de siglos de latidos invisibles. Antes había medido un flujo de tiempo al que nadie prestaba atención, y yo, por fin, iba a convertirlo en el núcleo de todo lo que estaba a punto de hacer.

No tenía taller ni laboratorio formal. Tenía una habitación: un rectángulo con estanterías repletas de libros de matemáticas, tratados de física y cuadernos donde, durante años, había dibujado cosas que nadie había pedido. Aquella habitación sería mi taller clandestino. Sobre la mesa de caoba extendí los planos, las herramientas de relojero, un destornillador de cabeza fina, alicates y una bandeja para las piezas pequeñas. Encendí una lámpara de banco con bombilla de filamento que proyectó un haz duro sobre el cuaderno de tapas duras. No comencé con fórmulas; dibujé esquemas, bloques, relaciones de frecuencias. Quería ver la máquina antes de medirla.

Descolgué el reloj con cuidado. Tenía unos cuarenta centímetros de altura y la madera, pulida por años, olía a cera. Quité el vidrio protector, saqué las agujas y, con una delicadeza que no había practicado desde mis primeros trabajos de relojería, extraje el péndulo. Su péndulo dorado no era sólo ornamento; era un oscilador mecánico que había registrado la ley del tiempo de aquella casa. Lo coloqué junto a las demás piezas y, por primera vez, imaginé su oscilación no como una medida pasiva sino como una semilla de fase.

Anoté en la libreta lo que ya tenía a mano y lo que debía conseguir:

Materiales disponibles en la habitación:

El reloj de pared (mecanismo completo, péndulo, agujas).

Una batería acumuladora de plomo y ácido (resto de equipo eléctrico anterior).

Bobinas de cobre esmaltado, enrolladas a mano.

Un generador de impulsos construido con válvulas termoiónicas (tubos de vacío).

Detectores de campo magnético primitivos (galvanómetros sensitivos).

Una caja metálica para blindaje (caja de chapa que usaría como cámara de interferencias).

Cable esmaltado, alambres, soldadura y herramientas.

Materiales que debía conseguir:

Cristales de cuarzo pulido para resonadores (los dispensan en talleres de radio).

Discos de tungsteno y placas de cobre para masas y blindajes.

Una bomba de vacío y campana para conseguir baja presión.

Un aparato criogénico elemental (un frasco Dewar con nitrógeno líquido sería lo más realista).

Aleaciones especiales y metales trabajables para blindar el núcleo.

Un modulador de partículas -era prudente escribirlo como "patrón modulador de radiaciones cósmicas": la idea de neutrinos ya circulaba en las conjeturas teóricas, pero no existía fuente práctica; sería materia de invención.

Miré el péndulo. En la lámpara parecía latir como un corazón. Desarmé el armazón del reloj con pinzas y destornilladores de relojero; cada rueda dentada, cada leva, me pareció un órgano. Necesitaba el oscilador del reloj para fijar una fase de referencia; a partir de ahí intentaría inducir una asimetría de fase en un campo que yo modelaría.

En la libreta escribí, con la solemnidad de un decreto:

> "No es una máquina para viajar. Es un puente. Un umbral."

No era un propósito grandilocuente sino una advertencia: no pretendía abrir un túnel por el que alguien pasara de inmediato; intentaba crear una región de fase desplazada, una alteración mensurable del ritmo del tiempo en un volumen acotado.

La idea era sencilla sobre el papel y desafiante en la materia: construir un contenedor metálico -un cilindro- revestido de cobre, con una corona de resonadores de cuarzo alrededor y, en el centro, el oscilador del reloj, adaptado para funcionar como fuente de fase. En la práctica, eso implicaba reunir piezas de radioelectricidad de uso común: tubos, condensadores, bobinas, cristales de cuarzo empleados en transmisores, y una bomba de vacío para aislar el núcleo de las variaciones atmosféricas. Los generadores de pulsos, por mi parte, serían construidos con válvulas y relés; los instrumentos de medición, con galvanómetros, oscilógrafos de rayos catódicos primitivos y registradores fotográficos.

Mientras esbozaba el núcleo, la noche se fue volviendo un telón de fondo. No improvisaba: ensamblaba ideas que había seguido desde mis años jóvenes, solo que nunca habían tenido un contenedor. El cuarto dejó de ser dormitorio y comenzó a oler a despiece, a metal, a aceite de máquina. Mis manos estaban cortadas de pequeñas llagas de soldar; mi respiración era corta, no de fatiga, sino de expectación.

Antes de partir al día siguiente para conseguir lo que faltaba, dejé el reloj abierto sobre la mesa, con las piezas alineadas como un pequeño ejército. Al retirar la tapa, la maquinaria parecía mirar hacia mí con una voluntad antigua. Me fui a la ventana: Nápoles dormía, el Etna era una silueta lejana. Nadie en la ciudad sospechaba que, en aquel rectángulo modesto, un hombre iba a intentar tensar el tiempo como quien tensa un alambre hasta hacerlo vibrar en otra nota.

Salí temprano por la mañana. El sol era una losa caliente sobre los adoquines de la ciudad; mi lista me llevó por via Etnea y por pequeñas tiendas donde aún despachaban por palabra. En la ferretería de siempre conseguí alambres y bobinas; el viejo dueño, que recordaba mis disputas estudiantiles, me vendió cuerdas de cobre esmaltado sin hacer preguntas. Luego fui a un taller de instrumentos de radio: allí compré cristal de cuarzo pulido, cajas de madera para alojar resonadores y condensadores de mica. El cuarzo era frío al tacto, con el brillo de algo que guarda una vibración.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.