Valentina solía decir que el encierro no siempre depende de un lugar, sino del modo en que uno se aparta del mundo. Lo expresó de otra forma, aunque ya no la recuerdo con precisión. A veces mi mente se nubla; los recuerdos se mezclan, se borran, y me termino confundiendo de una forma escandalosa.
En esa oficina donde la luz entraba tímida entre las cortinas beige, y una grabadora antigua registraba cada palabra, cada respiración entrecortada.
La sesión cuarenta terminó hace unos minutos. Valentina había apagado la grabadora con un gesto lento, casi solemne, y me observaba en silencio, esperando que dijera algo más para que me pueda retirar tranquila. Pero no pude. Me limité a mirar el suelo, la alfombra gris, las marcas del tiempo en el borde de la mesa de color caoba oscuro.
-Isabella -dijo finalmente-, a veces uno no necesita cerrar los ciclos, sino abrirlos para que respiren.
No respondí.
Tenía las manos frías y el corazón apretado.
Había una pausa entre cada palabra suya que dolía como un eco. Yo sabía que tenía razón, pero había algo en mí que se resistía a mover los dedos, a marcar esos números.
-No puedo -dije finalmente-. No después de cómo las dejé.
Valentina me observó, sin juicio. Tenía ese modo de mirar que hacía que uno se sintiera visto de verdad.
-Lo que no se enfrenta, Isabella, se repite.
-¿Y si no quiero repetirlo?
-Entonces háblalo.
Miré la grabadora antigua sobre su escritorio. Tenía un sonido mecánico, como un leve clic cada vez que el carrete giraba. Pensé que en esas cintas debía estar toda mi historia reciente: mis silencios, mis evasiones, mis intentos torpes de explicarme.
Valentina apoyó los codos sobre la mesa y entrelazó las manos.
-No estás enferma, Isabella. Estás cansada. Sus lentes redondos, parecidos a los de Harry Potter, resbalaron dos centímetros por su nariz.
-Estoy rota -le corregí.
-No. Solo adormecida. Y la única forma de despertar es recordar que no todo lo que perdiste te destruyó. Algunas cosas simplemente te hicieron detenerte.
La escuché sin mirarla.
Afuera llovía de forma leve. El sonido del agua contra el vidrio me recordó a aquella tarde en que enterramos a mis padres y a mi hermano. Mi cuerpo todavía reacciona como si hubiera ocurrido ayer.
Desde entonces, no soporté las llamadas, los abrazos, las preguntas. Me fui alejando de todos, incluso de mis amigas, cambié de número, Pero antes de hacerlo anoté en mi diario sus números para conservarlos. Ellas insistieron un tiempo en irme a buscar al hotel, después se rindieron. Yo también.
-Llámalas -repitió Valentina, bajando la voz-. No esperes a que el miedo se apague. El miedo nunca se apaga, Isabella. Solo se aprende a caminar con él.
Asentí, sin convicción. Ella lo notó.
-Hazlo hoy. Antes de dormir.
No prometí nada, pero supe que lo intentaría.
Salí del consultorio con el sonido del carrete aún girando en mi cabeza.
Había días en que el Hotel Esplendor parecía respirar junto a mí: los pasillos largos de alfombra roja, el eco de los pasos, el aroma leve del desinfectante que se mezclaba con el de los jazmines del vestíbulo. A veces pensaba que las paredes conocían mejor mi silencio que yo misma.
Esa noche, en el Hotel Esplendor, el vestíbulo estaba casi vacío. La lámpara central dejaba caer una luz dorada sobre el mármol, y el recepcionista del turno de noche, Ariel, me saludó con su sonrisa habitual.
-Buenas noches, señorita Isabella. ¿Cómo estuvo la sesión?
-Como siempre -respondí, intentando sonar ligera-. Dura.
-¿Va a necesitar algo?
-No. Solo silencio. Respondí. Ariel es guapo, pero es novio de mi recepcionista Micaela. La morena de cabello rizado que me gana en hermosura. No podría competir con ella, me gana en belleza, pero no tiene más dinero que yo, así que creo que; puntos para el perezoso, como dijo Sid, un perezoso animado de la película; La era de hielo. Pero mejor no me entrometo. No quiero perder a ambos empleados por mi culpa.
Me dirigí al ascensor. Sentí las paredes del hotel respirar otra vez, como si supieran que algo en mí estaba por ceder.
El botón del cuarto piso brillaba con una luz tenue, casi burlona. Apenas las puertas se cerraron, el sonido metálico del mecanismo me atravesó el cuerpo. Ese zumbido, ese crujido del hierro al moverse, siempre me recordaba que cabía la posibilidad de quedarme atascada allí, atrapada en un cubo de aire sin salida.
El ascensor comenzó a subir lento, demasiado lento, y el piso vibró bajo mis pies. Tragué saliva. Sentí cómo la piel de mis brazos se erizaba, cómo el sudor helado me recorría la espalda. Me llevé una mano a la boca y empecé a morderme las uñas, una costumbre vieja que creía haber dejado atrás. Pero el miedo no tiene memoria: siempre vuelve intacto.
El aire se volvió espeso, irrespirable.
Cada segundo se dilataba, y la luz del techo parpadeó una vez, solo una, pero suficiente para que el corazón me diera un salto.
No había nadie conmigo, solo el reflejo de mi rostro en el espejo de acero. Me observé pálida, con los labios apretados, las pupilas dilatadas. Y sentí que esa mujer reflejada no era yo, sino otra, una versión más frágil, más antigua, que aún no había aprendido a salir de la oscuridad.
"Fue un error", pensé.
Debí tomar las escaleras. Siempre las escaleras.
Los espacios cerrados me generan un terror que no podría explicar con palabras. Es un miedo que no grita, que no corre, que simplemente se instala y te aprieta el pecho hasta que crees que vas a desaparecer.
Un miedo que no entiende de razones, que no escucha consuelo.
Un miedo que hace que el aire se convierta en algo sólido.
Apoyé la frente contra la pared fría, intentando pensar en otra cosa.
En Valentina, en sus palabras serenas, en las veces que me dijo que el cuerpo recuerda lo que la mente intenta olvidar.
Pero el cuerpo no entiende de terapias: solo tiembla.