🔮Amelia🔮
Ha pasado una semana desde nuestra llegada a este sitio. Es un lugar de una belleza abrumadora, con flora que jamás creí posible. Lo único discordante, lo que me heló la sangre, fue el castillo gótico, una mole imponente que se alza, casi devorando, las montañas más altas. El príncipe Volkov no se ha dignado a darnos mucha información sobre este escondite.
El castillo, en sí mismo, es descomunal. Ciento diez habitaciones, una cocina inmensa, y un salón principal tan vasto que casi da vértigo. Unas escaleras de cristal unen los pisos. Las paredes son de un gris sobrio, el suelo de un profundo mármol caoba. Las ventanas son tan altas que parecen tragarse el cielo. Todo es gigante. Mi propia alcoba es más grande que la casa en la que vivía.
De Demir, sé poco. Desde que pisamos este lugar, no lo hemos visto. Le he preguntado a su sirviente Iván, pero solo me responde que está ocupado.
Observo la vista desde la ventana de mi habitación: es maravillosa. Hay un lago, con aguas tan cristalinas que son de un tono turquesa vivo. Pequeñas criaturas mágicas revolotean por el claro. Hadas. Juraría que había oído rumores de que las hadas y los vampiros no se llevaban bien. Había escuchado que los inmortales demoníacos, dada su naturaleza, eran depredadores y aterradores. Por eso temí tanto venir con Demir. ¿Y si solo somos su cena? ¿Y si nos trajo a este lugar desolado con ese propósito?
Aunque… puede que solo sean habladurías. Aun así, las viejas historias eran espeluznantes. Hipnotizada por el brillo del lago, salgo de la habitación y camino por el largo pasillo, dirigiéndome a las enormes escaleras. ¡Qué tortura tener que subir y bajar esto constantemente! De verdad, me agota.
La brisa aquí es más ligera. Una ráfaga de viento roza mi piel y hace que mi vestido se ondule. Decido caminar descalza sobre el césped. Mis pies sienten lo suave y esponjoso que es.
Llego al claro del lago y escucho risitas y murmullos.
—Hola.
Un grupo de hadas se da la vuelta para mirarme.
—Oh, eres hermosa —dice una. Su voz suena como un suave cántico.
—No eres de estas tierras, ¿verdad? No te habíamos visto por aquí —pregunta otra, con ojos grandes color avellana. Es muy bonita.
—No, es la primera vez que conozco este lugar. De hecho, es la primera vez que salgo de mi casa a un sitio que no sea mi propio pueblo —digo, sintiéndome algo cohibida. Es en parte por mi naturaleza poco sociable, y en parte porque a mi tía no le gustaba que explorara lugares desconocidos.
—Bien. Yo soy Azul, hada del invierno. Ella es Mily, hada del verano —señala a una con vestimenta anaranjada—. Y esta gruñona es Zafiro, hada de la naturaleza.
—¡No soy gruñona! —protesta Zafiro, visiblemente molesta. Suelto una risita discreta.
—Y ella es Lily, hada del agua. —Me presenta a la última, ataviada con un vestido azul oscuro, lo cual tiene todo el sentido.
Todas son preciosas, con nariz fina y orejas grandes y puntiagudas. Pero lo que más me fascina son sus alas iridiscentes y sus ojos.
—Las estaba observando desde mi alcoba, aquí en el lago.
—Este lago es especial. Le perteneció a la Reina Suleica de Volkov.
—¿La madre del príncipe Demir Volkov? —pregunto—. Eso quiere decir que estas tierras son de los Volkov.
¡Qué tonta soy!, me regaño mentalmente. Obviamente le pertenecen, ¿por qué si no nos habrían traído aquí?
—¿Quieres dar un paseo? —Asiento emocionada.
—Pues ven. Te mostraremos parte del territorio.
Las horas vuelan. Me enseñan qué bayas son comestibles y cuáles no. Otra me explica sobre las distintas plantas. Hay una que me encanta, la Flor de Luna Plateada, que solo florece de noche y brilla con una luz suave.
Cuando llega la noche, me despido, prometiéndoles que pronto nos volveremos a ver.
Vuelvo al interior del castillo y me dirijo a la cocina. Tengo un poco de hambre. Encuentro a mi tía junto a la estufa, preparando algo.
—Hola, tía, ¿qué haces?
Ella remueve una especie de salsa verde que huele delicioso.
—Una nueva receta. Encontré un libro de cocina que creo me vendrá bien practicar. Así no me volveré loca en este castillo.
Miro alrededor. El silencio es absoluto.
—A veces pienso que él solo nos vino a dejar aquí como prisioneras.
—¿Por qué dices eso, Amelia?
—¿Es que no lo ves, tía? Llevamos días aquí, y él no da la cara para explicarnos nada sobre la amenaza que nos atacó en el pueblo.
—El señor Iván ya nos dijo que está ocupado. Ocupándose de que no nos encuentren.
Le lanzo una mirada de incredulidad. —Pues yo no me creo ese cuento. Yo no quiero esto. Sé que mi poder es fuerte, pero para eso está él: para ayudarme a encontrar una solución.
Me siento cada vez más molesta. Me siento en una jaula; una jaula enorme y muy fría.
—Si somos su presa, ¿qué tal si solo está esperando el momento para atacar? —le digo, con un escalofrío.
—Ay, Amelia, qué imaginación tienes. Si eso fuera cierto, ya nos habría comido, como dices tú.
—Entonces, ¿por qué desapareció así sin más? ¿Y si...?
La voz de Iván me interrumpe.
—El señor no se encuentra bien. La daga que fue lanzada y se incrustó en su mano contenía un veneno. Uno muy raro.
Ahora entiendo. Por eso, el día que tuvimos esa conversación en el barco, su semblante era distinto, como enfermo.
—Señora Martha, se requiere de su ayuda para encontrar una cura para este veneno que está debilitando al señor.
Mi tía asiente.
—Me pondré a hacer unos brebajes para que se sienta mejor. En un momento los llevo.
Dicho esto, sale de la cocina por la puerta trasera.
—Gracias. Es de mucha ayuda.
Iván dirige su mirada hacia mí.
—Señorita Amelia, por órdenes del príncipe, tiene prohibido salir del castillo. A menos que la acompañe un centinela o mi persona.
—¿Cómo que prohibido? ¿Acaso soy una prisionera? —¡Lo que me faltaba!—. Pues dígale a su "señor" que él mismo venga a decírmelo.
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Editado: 03.11.2025