La Hechicera De Sangre Andaluza

Capitulo 8 : El Velo Se Rompe

🔮Amelia🔮

Este tiempo que llevo aquí ha sido mágico, pero irreal. Es un lugar de una belleza sombría. El sol, envuelto en un velo de neblina eterna, pocas veces se atreve a aparecer. De tanto indagar en nuestra ubicación, Iván por fin cedió: Inglaterra. Esta mansión, un coloso de piedra oscura, se erige en una zona tan remota que parece deliberadamente escondida del mundo. Su padre, el temible rey Dimitrio Volkov, la hizo construir en el siglo XVII, una fortaleza antigua que rezuma secretos.

La madre de Demir, Stefania Volkov, dejó su huella en un legado hermoso: un inmenso jardín de rosas rojas, un verdadero laberinto floral de espinas y terciopelo. Todas las noches, cuando el silencio es absoluto, me escabullo para inhalar el intenso aroma, para sentir la tranquilidad efímera que este rincón me transmite.

Los últimos días, sin embargo, se ha instalado una calma demasiado profunda, una quietud que me eriza la piel. Me estremezco porque, en este mundo de sombras, la paz total es a menudo la precursora de la tormenta. Es la quietud antes de que el peligro se revele, cerca y lejos a la vez.

Las lecciones han sido un refugio. Amadeus, mi mentor, ha sido el mejor maestro, paciente y firme. Demir, en contadas ocasiones, se une a nosotros. Él nunca participa, solo observa desde la periferia con esa mirada suya que lo absorbe todo. Su mera presencia me pone al límite entre el nerviosismo y la irritación.

Cada que se acerca a mí, mis sentidos no solo se nublan, sino que se prenden fuego. Es la misma combustión que sentí cuando caí sobre él aquella tarde. Y ese aroma... el suyo, a cedro antiguo y frío, a cuero gastado y a un deje metálico a sangre ,me vuelve imprudentemente loca.

Una pesadez inunda mi estómago. Hace meses que dejé atrás mi vida, mi pueblo, mi inocencia. Aunque mi tía trata de adaptarse con la mejor disposición, sé que le hace falta su tierra, el lugar donde creció junto a mi madre, donde mis abuelos yacen. Nuestra vida entera cambió de la noche a la mañana.

No puedo decir que me sienta segura aquí, pero miento si digo que no hay una falsa sensación de protección. Sé que la sombra del enemigo, Ciro, no nos encontrará en esta fortaleza... solo que no sé cuánto tiempo durará esta tregua silenciosa.

Sentada en el alféizar, viendo la llovizna caer a través del ventanal de mi alcoba, distingo una silueta inconfundible. Alta, poderosa. Camina decidida hacia el laberinto de rosas. La hora y el lugar me alarman al instante. ¿Y si es uno de los hombres de Ciro que ha logrado infiltrarse? El miedo más puro me atenaza el pecho.

No lo pienso más. Abro la puerta y avanzo con pasos silenciosos y medidos hacia la fuente de mi inquietud. Observo cómo la sombra se detiene un momento antes de girar hacia un costado. Con el corazón martilleándome las costillas, examino su perfil.

Demir.

¿Qué diablos hace a estas horas, bajo la luna menguante, en este lugar?

Lo sigo, manteniendo una distancia que me permita huir si es necesario. Llega al centro del laberinto, donde se alza la magnífica fuente: una pila de mármol coronada por la estatua del rey Dimitrio y la reina Stefania.

Se para justo enfrente. Está rígido. Observa la estatua con tal fijeza que parece que su alma se ha desprendido de su cuerpo. Su postura es de una tensión brutal. ¿Qué pensamientos lo estarán consumiendo de esta manera?

Pero el aire se congela en mis pulmones. Lo que escucho a continuación me toma por asalto: sollozos ahogados.

Demir, el inquebrantable, el príncipe de hielo, está llorando.

Mi corazón se comprime hasta el dolor. Mis pies, sin recibir orden, comienzan a acortar la distancia. No es una decisión; es un impulso primario, una necesidad imperiosa de calmar ese dolor que, de alguna forma inexplicable, siento resonar en mi propia alma.

Al sentir mi presencia, se detiene, se estremece. Se voltea hacia mí con una brusquedad violenta. Sus ojos me taladran, ardiendo en una furia contenida.

—¿Qué haces aquí? ¿Este lugar está prohibido, a excepción del jardinero y de mí? —Su voz es baja y áspera, letal. Su mirada me traspasa y congela hasta el tuétano.

—Lo siento, solo que vi una silueta entrar aquí y pensé que era un espía de Ciro —digo, sintiéndome infantil y totalmente cohibida bajo su juicio.

Él rompe el contacto visual y me da la espalda, volviendo a su tormento. Un silencio espeso, incómodo y punzante se instala entre nosotros, lleno de palabras no dichas y emociones a punto de estallar.

—No quiero que vuelvas a entrar aquí —dice, con la voz más controlada, pero igual de glacial—. No me gusta que invadan mi espacio personal.

—Hace un momento, escuché un... —Intento retomar el hilo, pero él se aparta bruscamente de la fuente y pasa justo a mi costado.

—No es de tu incumbencia, Amelia. No te metas en mis asuntos —añade con una frialdad que duele más que cualquier grito.

Justo cuando empieza a alejarse, un impulso que no puedo reprimir me hace girar. Extiendo la mano y agarro su antebrazo. El contacto desata una descarga eléctrica que me recorre desde la yema de los dedos hasta el centro del pecho. Mi corazón acelera el ritmo de manera salvaje.

Nuestros ojos se enganchan de nuevo. Esta vez, su furia se ha mezclado con algo indescifrable. Mi mirada baja instintivamente a la curva de sus labios. Un sentimiento abrumador, tan desconocido como potente, me embriaga. ¿Cómo sería, me pregunto, probar por primera vez el sabor de otros labios?

Trago el nudo en mi garganta, el latido frenético de mi pulso resonando en mis oídos.

Sin permitirme un segundo más de duda, me inclino hacia arriba. Presiono mis labios contra los suyos con una mezcla de desesperación y timidez. Es un beso casto, tierno al inicio, pero con una potencia explosiva que incendia mi cuerpo de una manera que me aterra y fascina a partes iguales.

Por favor, que no sea solo mi imaginación. Di que sientes esta conexión.




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