La magia dentro de mí despierta como un animal salvaje. Lo siento moverme bajo la piel, inquieto, impaciente, como si hubiera esperado toda mi vida por esta noche.
La noche del eclipse.
El bosque está demasiado silencioso mientras camino, con la capa apretada alrededor del cuerpo. No hay viento, pero las hojas se mueven. No hay frío, pero mi amuleto —un cristal opalino— arde contra mi pecho.
Late.
Como si también respirara.
—Cálmate… —susurro, aunque soy yo quien necesita escuchar eso.
Doy otro paso entre los árboles cuando un sonido corta el aire.
Un gruñido.
Profundo.
Cercano.
Mi corazón se detiene. Me quedo quieta. Muy quieta.
El gruñido vuelve a sonar, esta vez justo detrás de mí.
Levanto la mano, dejando que un destello violeta se prenda en mi palma. La luz tiembla, inestable. Siempre tiembla. Mi magia no responde bien, nunca lo ha hecho… y esta noche parece más descontrolada que nunca.
—No sabes usar eso.
La voz masculina me atraviesa como una flecha. Me giro de inmediato. El brillo violeta ilumina el rostro de un hombre saliendo de las sombras.
No.
No un hombre.
Un lobo. Puedo sentirlo en su aura, en la vibración animal de su presencia.
Es alto, de hombros amplios, con un rostro tan afilado que parece esculpido para intimidar. Y sus ojos… sus ojos dorados brillan como dos lunas rotas en la oscuridad.
El símbolo grabado en su cuello me congela: dos medias lunas cruzadas por un colmillo.
El emblema del Clan Draven.
Los lobos más peligrosos.
Trago saliva, pero no bajo la mano.
—Te dije que retrocedieras —digo, aunque mi voz suena más nerviosa de lo que quisiera.
El desconocido inclina la cabeza, evaluándome.
—Si quisiera atacarte, hechicera, ya estarías en el suelo.
Mi magia chisporrotea en mi mano como si quisiera defenderme por sí sola. O perder el control por completo.
—¿Quién eres? —exijo.
El hombre avanza un paso. Solo uno. Pero el aire parece comprimirse entre nosotros. La luz rojiza del eclipse se refleja en su mandíbula marcada y en la cicatriz fina que cruza su ceja izquierda.
—Asher Draven —dice, con voz grave—. Heredero del Alfa.
Mi respiración se bloquea.
Ese nombre lo conozco.
Toda hechicera lo conoce.
—Bien —murmuro—. Ya sé quién eres. Ahora dime qué quieres de mí.
Asher se acerca un poco más. No lo suficiente para tocarme, pero sí lo suficiente para que su presencia me envuelva. Huele a bosque, a tormenta, a algo más… algo antiguo.
Levanta una mano. Entre sus dedos sostiene un fragmento de piedra negra marcada con un símbolo de luna abierta. Idéntico al de mi amuleto.
—Quiero que dejes de correr —dice.
Frunzo el ceño.
—¿Correr de qué?
Sus ojos dorados brillan con una intensidad casi animal.
—Del eclipse.
Hace una pausa.
—Y del poder que despierta en ti.
Mi amuleto vibra tan fuerte que duele. Una oleada de energía me recorre los brazos. Algo dentro de mí quiere romperse. Liberarse.
Pero antes de que pueda preguntar algo más, un rugido estalla entre los árboles. Feroz. Sobrenatural. Tan fuerte que el suelo tiembla.
Asher se pone delante de mí en un solo movimiento, como una muralla viva.
—Quédate detrás de mí —ordena.
—¿Qué está pasando?
Sus ojos se encienden en un dorado aún más brillante.
—Nos encontraron.
—¿Quiénes?
—Los lobos corrompidos —murmura, tensando la mandíbula—.
Y no pienso dejar que te toquen.
El bosque estalla en caos.
Ramas quebrándose. Pisadas pesadas. Gruñidos que no suenan como animales… sino como algo roto. Infectado.
Lobos corrompidos.
Asher se adelanta un paso, su cuerpo tensándose como si cada músculo estuviera listo para la guerra. Su aura cambia. El aire a su alrededor vibra, casi quema. Es como si una sombra de lobo gigantesco se alzara detrás de él, una silueta hecha de luz dorada y furia contenida.
—Ariel —su voz es grave, más salvaje—. Cuando te diga que corras, corres. No mires atrás.
—No voy a dejarte—
—No discutas —gruñe, y su tono me atraviesa como un comando instintivo—. Me necesitan vivo para llegar a ti.
Antes de que pueda responder, algo enorme se abalanza desde los árboles.
Un lobo.
Pero no uno normal.
Su pelaje es negro y rojizo, como quemado por dentro. Sus ojos son del color del eclipse: un rojo enfermizo. Sus colmillos están alargados de forma antinatural, chorreando una baba oscura.
Corrompido.
Totalmente.
Salta hacia nosotros con un rugido desgarrador.
Asher se mueve tan rápido que el aire silba.
Lo esquiva por un pelo, hundiendo su codo en el costado de la criatura. El golpe suena como si hubiese chocado contra piedra. El lobo cae, pero no se detiene. Se levanta con los ojos aún más rojos.
—Detrás de mí —ordena Asher, y yo apenas alcanzo a moverme cuando otro lobo aparece por la izquierda.
Este es más grande. El doble.
Asher ruge.
No es un grito humano.
No es un sonido normal.
Es un rugido de alfa. Profundo, dominante, que retumba en mis huesos y hace que el lobo dude por un segundo.
Asher aprovecha ese segundo.
Salta hacia adelante, sus manos brillando con una luz dorada. Golpea al lobo directamente en el pecho. La criatura cae hacia atrás arrastrando tierra, pero vuelve a levantarse como si nada pudiera detenerla.
—¡Son demasiados! —exclamo.
—Lo sé —responde, sin perder de vista a ninguno—. Y no pienso dejar que te toquen.
Otro lobo corrompido aparece por detrás, lanzándose hacia mí.
No tengo tiempo de reaccionar.
Un movimiento.
Un destello dorado.
Asher lo intercepta en el aire, agarrándolo por el cuello con una fuerza inhumana.
Sus ojos brillan como fuego líquido.
—La tocas y mueres —gruñe.
Aprieta.
El crujido es brutal. El lobo cae inerte.
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Editado: 04.12.2025