Susana
Las flores frescas que acabo de cortar junto a mi abuela se llaman Anturio. Es la primera vez que mis ojos ven ese tipo de espécimen, así que me esfuerzo por colocarlas simétricamente en el jarrón de vidrio sobre la mesa. Son, sin duda, extrañas, pero hermosas.
La vida campechana es, de cierta forma, una tortura para mí. Miserable tortura puesto que, sin sonar pedante: tengo dinero, más bien es el de mi padre, pero de igual manera puedo estar en cualquier parte del mundo sin pasar penurias en un rancho rodeada de animales y sin calefacción en pleno invierno.
Me quejo en silencio porque no debería hacerlo. En esta granja es donde vive mi abuela y donde vivió mi madre. Deseo esfumar de mi mente mis ideas pesimistas y ya no martirizarme mientras mi padre vive su segunda adolescencia a lado de una persona que me desagrada totalmente; ella es una maldita zorra y me da gusto que no lo niegue.
Como lo mencioné, no tenemos calefacción y el invierno se está haciendo más intenso. Si es que esta granja tenía belleza, la nieve se ha encargado de ocultarla.
Las cuatro Anturio fueron un sacrificio, ya que con este clima de igual forma iban a morir. Ahora, por lo menos, adornaran nuestra mesa con su exótica apariencia de rojo plastificado.
Entre mis divagues, un nuevo pensamiento me hace fruncir mi frente; por algún motivo el color rojo de las Anturio me recuerda a Kate y Kate me recuerda a las zorras casafortunas.
Giro sobre mis talones lentamente, y alejo de mi vista a las Anturio; al darle un vistazo panorámico a las paredes emito nuevamente un gruñido de descontento.
—Abuela —comento—, la casa esta horrible. Llamemos a un arquitecto, mi padre pagará los gastos. Además, puede cercar todo y cubrir ese gran hoyo en el tejado. ¿No se da cuenta que ese agujero es la invitación perfecta para los ladrones? ¿Abuela? ¡Abuela! ¡Escúcheme!
—¿A quién le dices abuela? Abuela se les dice a las ancianas y yo aún estoy joven —Ella me regaña mientras deja la escoba y los útiles de limpieza en un rincón — La casa está bien, así como está. ¡Y aquí no roban, niña desconfiada! Este es un pueblo pequeño y decente. Nosotros no somos como los de la urbe.
— Ya lo sé, pero es por seguridad —increpo rápidamente para evitar sus opiniones acerca de la vida en la ciudad— ¡Una no sabe lo que puede pasar! Y lo peor es que no hay hombres en esta casa, y el único que tenemos prefiere irse de paseo con su... —quise decir "con su zorra", pero mi principal impedimento fue volver a oír los sermones de Amelia— ¡Bueno, bueno! Le advierto, anciana, que si pasa algo nadie nos podrá defender o ayudar...
Al decirle anciana escuché claramente que el interruptor de su paciencia se había desconectado. Amelia arruga su frente y está por cruzar los brazos, en mi desesperación rebusco algunas otras palabras en mi cabeza para desviar mi grosería— Fíjese ahora, por ejemplo —musito dando un paso atrás al señalar al aire— ¿no debería de haber un hombre que hiciera esto? ¿Cómo vamos a cubrir ese agujero del tejado?
Amelia agudiza sus ojos como lo hacen las águilas, pero al serenar su mirada comprendo que desistió de su, seguramente, ya preparado discurso sobre las buenas costumbres y la educación de las señoritas— Lo haremos nosotras, somos fuertes —afirma con regocijo—. En mis veintitrés años casada con tu abuelo yo siempre fui la fuerte, ese viejo no cargaba ni un costal. Tú llevas mi sangre y por lo tanto también lo eres. Además, no dices que llevaste el curso de tai kun do.
La observo en silencio sin responder ni corregirla. A pesar de sus entusiastas palabras, su cuerpo afirma lo contrario. Su respiración está acelerada y le tiemblan las rodillas, pero las ganas de seguir haciendo las cosas le impide detenerse y descansar adecuadamente.
¡Mujer del siglo pasado! ¡De las que ya no quedan! Al igual que esta casa, solo que esta es menos resistente, pues al levantarnos hoy vimos que el tejado de la sala ahora tenía un gran agujero.
Sucedió que una rama con hojas secas que pertenece al añejo árbol que adorna la fachada de nuestra granja se cayó en seco sobre el tejado quedando una protuberancia dentro y fuera de él. Gracias al cielo que solo fue una rama y no todo el enclenque árbol; la pared salió ilesa, pero hace falta realizar cortes aquí y allá,y debemos deshacernos de ese árbol para que ya no ocurran incidentes como este.
Amelia y yo limpiamos los rezagos de las ramillas y las hojas que cayeron, y nos ingeniamos para trabar la rama de más de metro y medio que lo traspasó para que no desgarrara más el tejado. Imagínense si alguna de nosotras hubiese estado refrescándose en la sala cuando el árbol cedió, nos hubiésemos llevado un gran susto.
Luego de ver su estado de mujer de acero flaquear, decido desplazar a Amelia hacia el sillón, y solo lo logro al decirle: "Te apuesto a que en media hora termino de trapear la habitación". Esa anciana es tan competitiva que aceptó. Es parecida a mí por eso la amo.
Mirándolo bien, solo la parte frontal izquierda de nuestra casa fue perjudicada, y ese perjuicio se soluciona con un poco de fuerza bruta y tablones de madera; pero eso sería arreglado mañana ya que casi son las siete de la noche y mi abuela y yo no tenemos ni siquiera madera para cubrir el hoyo o la fuerza para sacar la rama, que bien puede ser utilizada como una rampa y permitir el acceso para algún ladroncillo.
Amelia me ordena dejar las cosas como están y proceder con el encerado mañana a primera hora. Como toda abuela cariñosa ahora prepara mi recompensa. Aunque una taza de manzanilla caliente no es la gran cosa, eso ya me reconforta. Luego de degustar unas galletitas de avena, apagamos las luces y subimos al segundo piso en donde están nuestras habitaciones.
Cuento los escalones y mientras lo hago no se me esfuma de la cabeza la imagen de ese agujero que permite que la luz lunar penetre a la sala y muestre ese cielo negro y estrellado. Espero a que mi abuela entre a su habitación mientras yo camino hacia la mía dando unas grandes zancadas y haciendo el mayor ruido posible, puesto que ese es mi plan.
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Editado: 16.02.2024