La Heredera

4. Él merece ser feliz.

Susana

Aún recuerdo cuando salíamos de paseo él y yo.

Solos.

Gracias a él, mis días de infancia sin mamá fueron muy memorables y divertidos. Hizo todo lo posible para que yo no sintiera su ausencia. Me gustaría decir que lo logró completamente, pero no fue así. Yo quería tener una madre. No una nueva ni una esporádica. Yo quería y quiero tener a mi verdadera madre.

Siempre trató de hacer mis gustos, nunca dejó que yo me haga una herida y si la tenía era por mi descuido y mi terquedad. Si hubiera sido posible para él, me hubiese encapsulado en una gran burbuja para jamás sentir dolor. Tal vez por eso soy como soy: mimada, egocéntrica, egoísta y sobre todo molesta.

Creo que me he convertido en una gran molestia. Comencé a sentirme así cuando cumplí los catorce años y una guapa mujer llegó del extranjero. Mi padre la albergó en nuestra casa, me dijo que era una amiga de su infancia y que pertenecía a una buena familia. Quizás la pude haber tolerado, pero esa mujer no vino sola. Tenía una hija de mi edad, más bonita, más alta y poseía más carisma que yo, tanto que se ganó muy rápido el cariño de mi padre.

En nuestro amplio comedor, que siempre fue ocupado por mi padre y por mí, dos sillas más fueron ocupadas. No negaré que también teníamos conversaciones amenas, pues ellas no despertaban en mí otro sentimiento además de los celos por haber acaparado la atención de mí papá. No veía otro inconveniente en ellas, ya que sabía que solo eran invitadas y algún día debían irse, pensar así me tranquilizaba.

Los días pasaron, me fui acostumbrando a su presencia. Kate charlaba conmigo, trataba de ser un poco amable; me llevaba con ella y su hija a centros de belleza y a lugares para entablar una adecuada vida social. A pesar de sus esfuerzos, no contó con que yo tenía catorce años y me valía un comino todo eso, aunque a su hija le fascinaba.

Después de un tiempo, papá dio un cambio. Lo notaba en su mirada. Los fines de semana mi padre los reservaba solo para estar conmigo y librarse de su trabajo. Que comenzáramos a compartirlo con ellas fue el detonante de mi sentido de alerta ante la intromisión de la plaga.

Soraya era más sociable que yo, hasta se comportaba dulcemente en frente de los adultos, pero yo sabía que eran apariencias. En casa, si nadie nos veía, llegábamos hasta los golpes. Esos encontrones eran divertidos para mí porque siempre ganaba.

Si hubiera previsto la gravedad del asunto lo hubiera actuado mucho antes. Los cambios, el aumento del tiempo juntos, las cosas que mi padre les regalaba, los viajes a los que ellas mágicamente se colaban y las fotos; en muchas de ellas salgo frunciendo el ceño y haciendo un puchero por estar muy incómoda.

Soraya es mayor que yo por una diferencia de tres meses. Previos días a la fecha de su decimoquinto cumpleaños, ellas nos anunciaron que viajarían a Londres debido a que allá vivía el padre de Soraya. Mi querido y bondadoso papá insistió tanto en que lo celebrasen aquí, en nuestra casa, que ellas terminaron por aceptar.

Todos los del colegio, las amistades de mi padre y hasta algunos funcionarios públicos estuvieron presentes. Aún no era cercana a Aníbal, ni siquiera imaginaba que íbamos a convertirnos en grandes amigos, mas sí lo conocía a lo lejos.

En el cumpleaños de Soraya, al hacer el brindis y pronunciar las respectivas palabras, mi padre lo anunció: que la distinguida señora Kate Córdova aceptó salir con él. La fiesta fue maravillosa, estaba tal como yo la hubiese deseado para mí. No pudo ser diferente, pues mi padre fue quien la organizó, pero no fue nada comparada con la mía porque tres meses después yo ya no estaba en esa casa.

Mis quince años no fueron la gran cosa, la pasé aquí con la abuela. Quise fugarme, pero no sabía cómo, así que le pedí al chofer que me llevara lo más lejos de mi casa y al único lugar que podía llevarme era a este pueblo. Mi padre vino a buscarme al siguiente día de mi decimoquinto cumpleaños con un traje de equitación, y también empacó uno de mi talla. Ese día aprendí a montar a Marte, el caballo de mi madre.

Todos esos recuerdos, los detalles insignificantes y la alegría que me ofreció mi padre. Todo me hizo pensar lo afortunada que soy y me recordó las palabras que mi abuela me dijo ese día: «Tu padre también merece ser feliz».

¡Se pueden imaginar lo que sentí al escuchar que se casaría! Si al enterarme que él iba a salir con ella me fugué, ahora tenía ganas de desaparecer.

La melancolía inevitablemente me invade y mis pensamientos son difusos, pero es normal, ¿verdad? ¿Querer que las cosas sean como antes? ¿Querer que mi padre siempre sea el mismo, solo para mí? Ahora ya soy mayor de edad y no necesito a una madre. No necesito una hermana. Solo necesito a mi padre.

Aníbal decía lo mismo que mi abuela: Tu padre merece ser feliz. Sin embargo, yo nunca logré concebir una felicidad entre él y una mujer como Kate. Ella es hipócrita, me mira con desprecio como si yo fuera la culpable de algo. No me soporta, y estoy segura que en un hipotético futuro jamás velaría por mí y, sobre todo, siempre, pero siempre defendería a su hija, aunque yo tuviera la razón.

Sé que Aníbal está de parte de ellas y que la abuela me decía eso porque, en realidad, mi padre necesitaba a una mujer a su lado. Amelia jamás lo va a aceptar, mucho menos decir, pero yo sé que Kate le desagradaba a un nivel distinto al mío, pues a veces tengo la impresión de que mi abuela la comprendía y hasta la compadecía.

El sol cálido, la corta compañía de Aníbal, el caballo y la noticia. Fue tan... ¡Cómo no quebrar mi escudo y llorar!

Trato sobrehumanamente de disimular y engañarme a mí misma. Mis sentimientos, y los sentimientos, en general, si bien no se pueden ver, no son completamente invisibles, mucho menos las lágrimas.

Aníbal me consuela, me gusta la forma en que lo hace, pero no coincido con él. No tiene la razón, yo no se la doy porque simplemente no quiero. Para mí Kate y mi padre no pueden estar juntos. Finjo escucharlo mientras aprisiono mis labios para retener la fuerza que parte desde mi garganta y me impulsa a llorar. No quiero que él me vea vulnerable. Cuando Runin llega siento un gran alivio porque su interrupción obliga a Aníbal a alejarse de mí.




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